lunes, 14 de junio de 2010

Temas para la prueba de 4to.6.

Temas para la prueba de 4to. 6.-

La prueba tendrá tres partes:

1) Una pregunta de Información de época histórica o de Información sobre la obra, Ejemplo.- Buscar características de la narrativa de post-guerra en un texto no dado en clase o sobre Novela Policial.

2) Una pregunta sobre análisis de texto que incluya figuras literarias, su concepto y función dentro de la obra. Ej: ¿Por qué la muñeca es una metonimia de la niña? ¿Dónde aparece un paralelismo psico-cósmico dentro de la obra?


3) Una pregunta de reflexión y comentario personal. Por ejemplo: ¿Cuál es la imagen femenina propia del Romanticismo? ¿Cómo se va creando esa imagen a lo largo de la Rima XV? ¿Qué puntos en común tiene la niña y doña Clementina, más allá de ser dos personas solas? Selecciona un pasaje del cuento de Arthur Connan Doyle para analizar en la prueba.


Temas para estudiar:

 Información sobre Novela Policial, lo dado en clase y las fotocopias.
 Análisis del cuento “El hombre del labio retorcido”.
 Información sobre Romanticismo. Características del hombre romántico.
 Análisis de la Rima XV de Gustavo A. Bécquer.
 Información sobre narrativa de post-guerra. La obra de Ana Maria Matute.
 Análisis del cuento “La ram

Temas para la Prueba de 4to 7.

Temas para la prueba de Literatura 4to 7.-

La prueba tendrá tres partes:

1) Una pregunta de Información de época histórica o de Información sobre la obra, Ejemplo.- Buscar características del Renacimiento en un texto no dado en clase o sobre Novela Policial.
2) Una pregunta sobre análisis de texto que incluya figuras literarias, su concepto y función dentro de la obra. Ej: ¿Por qué la muñeca es una metonimia de la niña? ¿Dónde aparece un paralelismo psico-cósmico dentro de la obra?
3) Una pregunta de reflexión y comentario personal. Por ejemplo: ¿Podemos encontrar puntos en común o diferencias específicas entre la situación de soledad del Prisionero y la de la niña? ¿Qué estrategias emplea cada uno para enfrentarla?

Temas:

1) Información sobre Novela Policial. Lo dado y las fotocopias.
2) Análisis del cuento “ El misterio de Cooper Beaches”.
3) Información sobre Edad Media.
4) Análisis de los dos Romances, “Gerineldo y la Infanta y el del Prisionero”.
5) La poesía de post-guerra, la obra de Ana María Matute, sus temas.
6) Análisis del cuento “La rama seca”.
7) Información sobre Renacimiento, lo dado en clase. (No va el análisis de la pintura).

Importante: estudiar para sacar una buena nota, se le dará mucho mas peso que un simple escrito.

martes, 4 de mayo de 2010

Leyenda de los ojos verdes"- Bécquer.

Los ojos verdes
[Leyenda. Texto completo]
Gustavo Adolfo Bécquer

Hace mucho tiempo que tenía ganas de escribir cualquier cosa con este título. Hoy, que se me ha presentado ocasión, lo he puesto con letras grandes en la primera cuartilla de papel, y luego he dejado a capricho volar la pluma.
Yo creo que he visto unos ojos como los que he pintado en esta leyenda. No sé si en sueños, pero yo los he visto. De seguro no los podré describir tal cuales ellos eran: luminosos, transparentes como las gotas de la lluvia que se resbalan sobre las hojas de los árboles después de una tempestad de verano. De todos modos, cuento con la imaginación de mis lectores para hacerme comprender en este que pudiéramos llamar boceto de un cuadro que pintaré algún día.

I

-Herido va el ciervo..., herido va... no hay duda. Se ve el rastro de la sangre entre las zarzas del monte, y al saltar uno de esos lentiscos han flaqueado sus piernas... Nuestro joven señor comienza por donde otros acaban... En cuarenta años de montero no he visto mejor golpe... Pero, ¡por San Saturio, patrón de Soria!, cortadle el paso por esas carrascas, azuzad los perros, soplad en esas trompas hasta echar los hígados, y hundid a los corceles una cuarta de hierro en los ijares: ¿no veis que se dirige hacia la fuente de los Álamos y si la salva antes de morir podemos darlo por perdido?

Las cuencas del Moncayo repitieron de eco en eco el bramido de las trompas, el latir de la jauría desencadenada, y las voces de los pajes resonaron con nueva furia, y el confuso tropel de hombres, caballos y perros, se dirigió al punto que Iñigo, el montero mayor de los marqueses de Almenar, señalara como el más a propósito para cortarle el paso a la res.

Pero todo fue inútil. Cuando el más ágil de los lebreles llegó a las carrascas, jadeante y cubiertas las fauces de espuma, ya el ciervo, rápido como una saeta, las había salvado de un solo brinco, perdiéndose entre los matorrales de una trocha que conducía a la fuente.

-¡Alto!... ¡Alto todo el mundo! -gritó Iñigo entonces-. Estaba de Dios que había de marcharse.

Y la cabalgata se detuvo, y enmudecieron las trompas, y los lebreles dejaron refunfuñando la pista a la voz de los cazadores.

En aquel momento, se reunía a la comitiva el héroe de la fiesta, Fernando de Argensola, el primogénito de Almenar.

-¿Qué haces? -exclamó, dirigiéndose a su montero, y en tanto, ya se pintaba el asombro en sus facciones, ya ardía la cólera en sus ojos-. ¿Qué haces, imbécil? Ves que la pieza está herida, que es la primera que cae por mi mano, y abandonas el rastro y la dejas perder para que vaya a morir en el fondo del bosque. ¿Crees acaso que he venido a matar ciervos para festines de lobos?

-Señor -murmuró Iñigo entre dientes-, es imposible pasar de este punto.

-¡Imposible! ¿Y por qué?

-Porque esa trocha -prosiguió el montero- conduce a la fuente de los Álamos: la fuente de los Álamos, en cuyas aguas habita un espíritu del mal. El que osa enturbiar su corriente paga caro su atrevimiento. Ya la res habrá salvado sus márgenes. ¿Cómo la salvaréis vos sin atraer sobre vuestra cabeza alguna calamidad horrible? Los cazadores somos reyes del Moncayo, pero reyes que pagan un tributo. Fiera que se refugia en esta fuente misteriosa, pieza perdida.

-¡Pieza perdida! Primero perderé yo el señorío de mis padres, y primero perderé el ánima en manos de Satanás, que permitir que se me escape ese ciervo, el único que ha herido mi venablo, la primicia de mis excursiones de cazador... ¿Lo ves?... ¿Lo ves?... Aún se distingue a intervalos desde aquí; las piernas le fallan, su carrera se acorta; déjame..., déjame; suelta esa brida o te revuelvo en el polvo... ¿Quién sabe si no le daré lugar para que llegue a la fuente? Y si llegase, al diablo ella, su limpidez y sus habitadores. ¡Sus, Relámpago!; ¡sus, caballo mío! Si lo alcanzas, mando engarzar los diamantes de mi joyel en tu serreta de oro.

Caballo y jinete partieron como un huracán. Iñigo los siguió con la vista hasta que se perdieron en la maleza; después volvió los ojos en derredor suyo; todos, como él, permanecían inmóviles y consternados.

El montero exclamó al fin:

-Señores, vosotros lo habéis visto; me he expuesto a morir entre los pies de su caballo por detenerlo. Yo he cumplido con mi deber. Con el diablo no sirven valentías. Hasta aquí llega el montero con su ballesta; de aquí en adelante, que pruebe a pasar el capellán con su hisopo.

II

-Tenéis la color quebrada; andáis mustio y sombrío. ¿Qué os sucede? Desde el día, que yo siempre tendré por funesto, en que llegasteis a la fuente de los Álamos, en pos de la res herida, diríase que una mala bruja os ha encanijado con sus hechizos. Ya no vais a los montes precedido de la ruidosa jauría, ni el clamor de vuestras trompas despierta sus ecos. Sólo con esas cavilaciones que os persiguen, todas las mañanas tomáis la ballesta para enderezaros a la espesura y permanecer en ella hasta que el sol se esconde. Y cuando la noche oscurece y volvéis pálido y fatigado al castillo, en balde busco en la bandolera los despojos de la caza. ¿Qué os ocupa tan largas horas lejos de los que más os quieren?

Mientras Iñigo hablaba, Fernando, absorto en sus ideas, sacaba maquinalmente astillas de su escaño de ébano con un cuchillo de monte.

Después de un largo silencio, que sólo interrumpía el chirrido de la hoja al resbalar sobre la pulimentada madera, el joven exclamó, dirigiéndose a su servidor, como si no hubiera escuchado una sola de sus palabras:

-Iñigo, tú que eres viejo, tú que conoces las guaridas del Moncayo, que has vivido en sus faldas persiguiendo a las fieras, y en tus errantes excursiones de cazador subiste más de una vez a su cumbre, dime: ¿has encontrado, por acaso, una mujer que vive entre sus rocas?

-¡Una mujer! -exclamó el montero con asombro y mirándole de hito en hito.

-Sí -dijo el joven-, es una cosa extraña lo que me sucede, muy extraña... Creí poder guardar ese secreto eternamente, pero ya no es posible; rebosa en mi corazón y asoma a mi semblante. Voy, pues, a revelártelo... Tú me ayudarás a desvanecer el misterio que envuelve a esa criatura que, al parecer, sólo para mí existe, pues nadie la conoce, ni la ha visto, ni puede dame razón de ella.

El montero, sin despegar los labios, arrastró su banquillo hasta colocarse junto al escaño de su señor, del que no apartaba un punto los espantados ojos... Éste, después de coordinar sus ideas, prosiguió así:

-Desde el día en que, a pesar de sus funestas predicciones, llegué a la fuente de los Álamos, y, atravesando sus aguas, recobré el ciervo que vuestra superstición hubiera dejado huir, se llenó mi alma del deseo de soledad.

Tú no conoces aquel sitio. Mira: la fuente brota escondida en el seno de una peña, y cae, resbalándose gota a gota, por entre las verdes y flotantes hojas de las plantas que crecen al borde de su cuna. Aquellas gotas, que al desprenderse brillan como puntos de oro y suenan como las notas de un instrumento, se reúnen entre los céspedes y, susurrando, susurrando, con un ruido semejante al de las abejas que zumban en torno a las flores, se alejan por entre las arenas y forman un cauce, y luchan con los obstáculos que se oponen a su camino, y se repliegan sobre sí mismas, saltan, y huyen, y corren, unas veces con risas; otras, con suspiros, hasta caer en un lago. En el lago caen con un rumor indescriptible. Lamentos, palabras, nombres, cantares, yo no sé lo que he oído en aquel rumor cuando me he sentado solo y febril sobre el peñasco a cuyos pies saltan las aguas de la fuente misteriosa, para estancarse en una balsa profunda cuya inmóvil superficie apenas riza el viento de la tarde.

Todo allí es grande. La soledad, con sus mil rumores desconocidos, vive en aquellos lugares y embriaga el espíritu en su inefable melancolía. En las plateadas hojas de los álamos, en los huecos de las peñas, en las ondas del agua, parece que nos hablan los invisibles espíritus de la Naturaleza, que reconocen un hermano en el inmortal espíritu del hombre.

Cuando al despuntar la mañana me veías tomar la ballesta y dirigirme al monte, no fue nunca para perderme entre sus matorrales en pos de la caza, no; iba a sentarme al borde de la fuente, a buscar en sus ondas... no sé qué, ¡una locura! El día en que saltó sobre ella mi Relámpago, creí haber visto brillar en su fondo una cosa extraña.., muy extraña..: los ojos de una mujer.

Tal vez sería un rayo de sol que serpenteó fugitivo entre su espuma; tal vez sería una de esas flores que flotan entre las algas de su seno y cuyos cálices parecen esmeraldas...; no sé; yo creí ver una mirada que se clavó en la mía, una mirada que encendió en mi pecho un deseo absurdo, irrealizable: el de encontrar una persona con unos ojos como aquellos. En su busca fui un día y otro a aquel sitio.

Por último, una tarde... yo me creí juguete de un sueño...; pero no, es verdad; le he hablado ya muchas veces como te hablo a ti ahora...; una tarde encontré sentada en mi puesto, vestida con unas ropas que llegaban hasta las aguas y flotaban sobre su haz, una mujer hermosa sobre toda ponderación. Sus cabellos eran como el oro; sus pestañas brillaban como hilos de luz, y entre las pestañas volteaban inquietas unas pupilas que yo había visto..., sí, porque los ojos de aquella mujer eran los ojos que yo tenía clavados en la mente, unos ojos de un color imposible, unos ojos...

-¡Verdes! -exclamó Iñigo con un acento de profundo terror e incorporándose de un golpe en su asiento.

Fernando lo miró a su vez como asombrado de que concluyese lo que iba a decir, y le preguntó con una mezcla de ansiedad y de alegría:

-¿La conoces?

-¡Oh, no! -dijo el montero-. ¡Líbreme Dios de conocerla! Pero mis padres, al prohibirme llegar hasta estos lugares, me dijeron mil veces que el espíritu, trasgo, demonio o mujer que habita en sus aguas tiene los ojos de ese color. Yo os conjuro por lo que más améis en la tierra a no volver a la fuente de los álamos. Un día u otro os alcanzará su venganza y expiaréis, muriendo, el delito de haber encenagado sus ondas.

-¡Por lo que más amo! -murmuró el joven con una triste sonrisa.

-Sí -prosiguió el anciano-; por vuestros padres, por vuestros deudos, por las lágrimas de la que el Cielo destina para vuestra esposa, por las de un servidor, que os ha visto nacer.

-¿Sabes tú lo que más amo en el mundo? ¿Sabes tú por qué daría yo el amor de mi padre, los besos de la que me dio la vida y todo el cariño que pueden atesorar todas las mujeres de la tierra? Por una mirada, por una sola mirada de esos ojos... ¡Mira cómo podré dejar yo de buscarlos!

Dijo Fernando estas palabras con tal acento, que la lágrima que temblaba en los párpados de Iñigo se resbaló silenciosa por su mejilla, mientras exclamó con acento sombrío:

-¡Cúmplase la voluntad del Cielo!

III

-¿Quién eres tú? ¿Cuál es tu patria? ¿En dónde habitas? Yo vengo un día y otro en tu busca, y ni veo el corcel que te trae a estos lugares ni a los servidores que conducen tu litera. Rompe de una vez el misterioso velo en que te envuelves como en una noche profunda. Yo te amo, y, noble o villana, seré tuyo, tuyo siempre.

El sol había traspuesto la cumbre del monte; las sombras bajaban a grandes pasos por su falda; la brisa gemía entre los álamos de la fuente, y la niebla, elevándose poco a poco de la superficie del lago, comenzaba a envolver las rocas de su margen.

Sobre una de estas rocas, sobre la que parecía próxima a desplomarse en el fondo de las aguas, en cuya superficie se retrataba, temblando, el primogénito Almenar, de rodillas a los pies de su misteriosa amante, procuraba en vano arrancarle el secreto de su existencia.

Ella era hermosa, hermosa y pálida como una estatua de alabastro. Y uno de sus rizos caía sobre sus hombros, deslizándose entre los pliegues del velo como un rayo de sol que atraviesa las nubes, y en el cerco de sus pestañas rubias brillaban sus pupilas como dos esmeraldas sujetas en una joya de oro.

Cuando el joven acabó de hablarle, sus labios se removieron como para pronunciar algunas palabras; pero exhalaron un suspiro, un suspiro débil, doliente, como el de la ligera onda que empuja una brisa al morir entre los juncos.

-¡No me respondes! -exclamó Fernando al ver burlada su esperanza-. ¿Querrás que dé crédito a lo que de ti me han dicho? ¡Oh, no!... Háblame; yo quiero saber si me amas; yo quiero saber si puedo amarte, si eres una mujer...

-O un demonio... ¿Y si lo fuese?

El joven vaciló un instante; un sudor frío corrió por sus miembros; sus pupilas se dilataron al fijarse con más intensidad en las de aquella mujer, y fascinado por su brillo fosfórico, demente casi, exclamó en un arrebato de amor:

-Si lo fueses.:., te amaría..., te amaría como te amo ahora, como es mi destino amarte, hasta más allá de esta vida, si hay algo más de ella.

-Fernando -dijo la hermosa entonces con una voz semejante a una música-, yo te amo más aún que tú me amas; yo, que desciendo hasta un mortal siendo un espíritu puro. No soy una mujer como las que existen en la Tierra; soy una mujer digna de ti, que eres superior a los demás hombres. Yo vivo en el fondo de estas aguas, incorpórea como ellas, fugaz y transparente: hablo con sus rumores y ondulo con sus pliegues. Yo no castigo al que osa turbar la fuente donde moro; antes lo premio con mi amor, como a un mortal superior a las supersticiones del vulgo, como a un amante capaz de comprender mi caso extraño y misterioso.

Mientras ella hablaba así, el joven absorto en la contemplación de su fantástica hermosura, atraído como por una fuerza desconocida, se aproximaba más y más al borde de la roca.

La mujer de los ojos verdes prosiguió así:

-¿Ves, ves el límpido fondo de este lago? ¿Ves esas plantas de largas y verdes hojas que se agitan en su fondo?... Ellas nos darán un lecho de esmeraldas y corales..., y yo..., yo te daré una felicidad sin nombre, esa felicidad que has soñado en tus horas de delirio y que no puede ofrecerte nadie... Ven; la niebla del lago flota sobre nuestras frentes como un pabellón de lino...; las ondas nos llaman con sus voces incomprensibles; el viento empieza entre los álamos sus himnos de amor; ven..., ven.

La noche comenzaba a extender sus sombras; la luna rielaba en la superficie del lago; la niebla se arremolinaba al soplo del aire, y los ojos verdes brillaban en la oscuridad como los fuegos fatuos que corren sobre el haz de las aguas infectas... Ven, ven... Estas palabras zumbaban en los oídos de Fernando como un conjuro. Ven... y la mujer misteriosa lo llamaba al borde del abismo donde estaba suspendida, y parecía ofrecerle un beso..., un beso...

Fernando dio un paso hacía ella..., otro..., y sintió unos brazos delgados y flexibles que se liaban a su cuello, y una sensación fría en sus labios ardorosos, un beso de nieve..., y vaciló..., y perdió pie, y cayó al agua con un rumor sordo y lúgubre.

Las aguas saltaron en chispas de luz y se cerraron sobre su cuerpo, y sus círculos de plata fueron ensanchándose, ensanchándose hasta expirar en las orillas.

martes, 6 de abril de 2010

Leyenda de "La corza blanca" Gustavo Adolfo Bécquer.

La corza blanca
En un pequeño lugar de Aragón , y allá por los años de mil trescientos y pico, vivía retirado en su torre señorial un famoso caballero llamado don Dionís, el cual después de haber servido a su rey en la guerra contra infieles, descansaba a la sazón, entregado al alegre ejercicio de la caza, de las rudas fatigas de los combates.
Aconteció una vez a este caballero, hallándose en su favorita diversión acompañado de su hija, cuya belleza singular y extraordinaria blancura le habían granjeado el sobrenombre de la Azucena, que como se les entrase a más andar el día engalfados en perseguir a una res en el monte de su feudo, tuvo que acogerse durante las horas de la siesta, a una cañada por donde corría un riachuelo, saltando de roca en roca con un ruido manso y agradable.
Haría cosa de unas horas que don Dionís se encontraba en aquel delicioso lugar, recostado sobre la menuda grama a la sombra de una chopera, departiendo amigablemente con sus monteros sobre las peripedias del día, y refiriéndose unos a otros las aventuras más o menos curiosas que en su vida de cazadores les habían acontecido, cuando por lo alto de la empinada ladera y a través de los alternados murmullos del viento que agitaba las hojas de los árboles, comenzó a percibirse, cada vez más cerca, el sonido de una esquililla a las del guión de un rebaño.
En efecto, era así, pues a poco de haberse oído la esquililla empezaron a saltar por entre las apiñadas matas de cantueso y tomillo y a descender a la orilla opuesta del riachulo, hasta unos cien corderos blancos como la nieve, detrás de los cuales, con su casperuza calada para libertarse la cabeza de los perpendiculares rayos del sol, y su atillo al hombro en la punta de un palo, apareció el zagal que los conducía.
—A propósito de aventuras extraordinarias —exclamó al verle uno de los monteros de don Dionís, dirigiéndose a su señor—, ahí teneis a Esteban, el zagal que de un tiempo a esta parte anda más tonto que lo que naturalmentre lo hizo Dios, que no es poco, y el cual puede haceros pasar un rato divertido refiriendo la causa de sus continuos sustos.
—¿Pues qué le acontece a ese pobre diablo? —inquirió don Dionís con aire de curiosidad picada.
—¡Friolera! —añadió el montero en tono de zumba, es el caso que, sin haber nacido en Viernes Santo, ni estar señalado con la cruz, ni hallarse en relaciones con el demonio a lo que se puede colegir de sus hábitos de cristiano viejo, se encuentra, sin saber cómo ni por donde , dotado de la facultad más maravillosa que ha poseído hom,bre alguno, a no ser Salomón, de quien se dice que sabía hasta el lenguaje de los pájaros.
¿Y a qué se refiere esa facultad maravillosa?, se refiere, prosiguió el montero, a que, según él afirma, y lo jura y lo perjura por todo lo más sagrado del mundo, los ciervos que discurren por estos montes se han dado de ojo para no dejarle en paz, siendo lo más gracioso del caso que en más de una ocasión los ha sorpendido concertando entre sí las burlas que han de hacerle y después que estas burlas se han llevado a término, ha oído las ruidosas carcajadas con las que las celebran.
Mientras esto decía el montero, Constanza, que así se llamaba la hermosa hija de don Dionís, se había aproximado al grupo de los cazadores, y como demostrase su curiosidad por conocer la extraordinaria historia de Esteban, uno de éstos se adelantó hasta el sitio en donde el zagal daba de beber a su ganado, y le condujo a presencia de su señor que, para disipar la turbación y el visible encogimiento del pobre mozo, se apresuró a saludarle por su nombre, acompañando el saludo con una bondadosa sonrisa.
Era Esteban un muchacho de diecinueve a veinte años, fornido, con la cabeza pequeña y hundida entre los hombros, los ojos pequeños y azules, la mirada incierta y torpe como la de los albinos, la nariz roma, los labios gruesos y entreabiertos, la frente alzada, la tez blanca , pero ennegrecida por el sol, y el cabello, que le caía parte sobre los ojos y parte alrededor de la cara, en guedejas ásperas y rojas semejantes a las crines de un rocin colorado.
Esto, sobre poco más o menos, era Esteban en cuanto al físico, respecto a su moral, podía asegurarse sin temor de ser desmentido ni por él ni por ninguna de las personas que le conocían, que era perfectamente simple, aunque un tanto suspicaz y malicioso, como buen rústico.
Una vez el zagal repuesto de su turbación, le dirigió de nuevo la palabra a don Dionís, y con el tono más señoril del mundo, y fingiendo un extraordinario interés por conocer los detalles del suceso a que su montero se había referido, le hizo una multitud de preguntas, a las que Esteban comenzó a contestar de una manera evasiva, como deseando evitar explicaciones sobre el asunto.
Estrechado, sin embargo, por las interrogaciones de su señor y por los ruegos de Constanza, que parecía la más curiosa e interesada en que el pastor refiriese sus estupendas aventuras, decidióse éste a hablar, mas no sin que antes dirigiese a su alrededor una mirada de desconfianza, como temiendo ser oído por otras personas que las que allí estaban presentes, y de rascarse tres o cuatro veces la cabeza tratando de reunir sus recuerdos o hílvanar su discurso, que al fin comenzó de esta manera:
—Es el caso, señor, que según me dijo un preste de Tarazona, al que acudí no ha mucho para consultar mis dudas, con el diablo no sirven juegos, sino punto en boca, buenas y muchas oraciones a San Bartolomé, que es quien le conoce las cosquillas, y dejarle andar; que Dios que es justo y está allá arriba, proveerá a todo.
Firme en esta ídea, había decidido no volver a decir palabra sobre el asunto a nadie, ni por nada, pero lo haré hoy por satisfacer a vuestra curiosidad, y a fe, a fe que después de todo, si el diablo me lo toma en cuenta y torna a molestarme en castigo de mi indiscreción, buenos evangelios llevo cosidos a la pelliza y con su ayuda creo que, como otras veces, no me será inútil el garrote.
—Pero vamos —apremió don Dionís, impaciente al escuchar las digresiones del zagal, que amenazaba no concluir nunca—, déjate de rodeos y ve derecho al asunto.
—A él voy —contestó con calma Esteban, que después de dar una gran voz acompañada de un silbido para que se agruparan los corderos, que no perdía de vista y comenzaba a desparramarse por el monte, tornó a rascarse la cabeza y prosiguió así:
—Por una parte vuestras continuas excursiones, y por otra el dale que le das de los cazadores furtivos, que ya con trampa o con ballesta no dejan res a vida en veinte jornadas al contorno, habían no hace mucho agotado la caza en estos montes, hasta el extremo de no encontrarse un venado en ellos ni por un ojo de la cara.
Hablaba yo de esto mismo en el lugar, sentado en el porche de la iglesia,m donde después de acabada la misa del domingo solía reunirme con algunos peones de los que labran la tierra de Veratón, cuando algunos de ellos me dijeron:
—Pues, hombre, no sé en qué consistía el que tú no las topes, pues de nosotros podemos asegurarte que no bajamos una vez a las hazas que no nos encontremos rastro, y hace tres o cuatro días, sin ir más lejos, una manada que, a juzgar por la huellas, debía de componerse de más de veinte, le segaron antes de tiempo una pieza de trigo al santero de la Virgen del Romeral.
—¿Y hacía qué sitio seguía el rastro? —pregunté a los peones, con ánimo de ver si topaba con la tropa—. Hacía la cañada de los cantuesos —me contestaron.
No eché en saco roto la advertencia, y aquella noche misma fui a apostarme entre los chopos. Durante toda ella estuve oyendo por acá y por allá, tan pronto lejos como cerca, el bramido de los ciervos que se llamaban unos a otros, y de vez en cuando sentía moverse el ramaje a mis espaldas, pero por más que hice todo ojos, la verdad es que no pude distinguir a ninguno.
No obstante, al romper el día, cuando llevé a los corderos al agua, a la orilla de este rio, como obra de dos tiros de honda del sitio en que nos hallamos, y en una unbría de los chops, donde ni a la hora de la siesta se desliza un rayo de sol, encontré huellas recientes de los ciervos, algunas ramas desgajadas, la corriente un poco turbía y, lo que es más particular, entre el rastro de las reses las breves huellas de unos pies pequeñitos como la mitad de la palma de mi mano, sin ponderación alguna.
Al decir esto, el mozo, instintivamente, y al parecer buscando un punto de comparación, dirigió la vista hacia el pide de Constanza que asomaba por debajo del brial, calzado de un precioso chapín de tafilete amarillo, pero como al par de Esteban bajasen también los ojos de don Dionís y algunos de los monteros que le rodeaban, la hermosa niña se apresuró a esconderlo, exclamando con el tono más natural del mundo:
—¡Oh no!; por desgracia, no los tengo yo tan pequeños pues de este tamaño sólo se encuentran en las hadas cuya historia nos refieren los trovadores.
—Pues no paro aqui la cosa —continuó el zagal, cuando Constanza hubo concluido— sino que otra vez, habiéndome colocado en otro escondite por donde indudablemente habían de pasar kis ciervos para dirigirse a la cañada, allá al filo de la medianoche me rindió un poco el sueño , aunque no tanto que no abriese los ojhos en el mismo punto en que creí percibir que las ramas se movían a mi alrededor. Abrí los ojos, según dejo dicho, me incorporè con sumo cuidado, y poniendo atención a aquel confuso murmullo que cada vez sonaba más próximo, oí en las ráfagas de aire como gritos y cantares extraños, carcajadas y tres o cuatro voces distintas que hablaban entre si, como un ruido y algarabía semejantes al de las muchachas del lugar, cuando riendo y bromeando por el camino vuelven en bandadas de la fuente con sus cántaros a la cabeza.
Según colegía de la proximidad de las voces y del cercano chasquido de las ramas que crujían al romperse para dar paso a aquella turba de locuelas, iban a salir de la espesura a un pequeño rellano que formaba el monte en el sitio donde yo estaba oculto, cuando enteramente a mis espaldas, tan cerca o más que me encuentro de vosotros, oí una nueva voz fresca, delgada y vibrante que dijo...., creedlo, señores, esto es tan seguro como que me he de morrir..., dijo... claro y distintamente, estas palabras:
¡Por aquí, por aquí, compañeras,
que está ahí el bruto de Esteban!
Al llegar a este punto de la relación el zagal, los circunstantes no pudieron ya contener por más tiempo la risa que hacía largo rato les retozaba en los ojos, y dando rienda suelta a su buen humor prorrumpieron en una carcajada estrepitosa. De los primeros en comenzar a reír y de los últimos en dejarlo , fueron don Dionís, que a pesar de su fingida circunspección no pudo por menos que tomar parte en el regocijo, y su hija Constanza, la cual cada vez que miraba a Esteban todo suspenso y confuso, tornaba a reírse como una loca hasta el punto de saltarle las lágrimas a los ojos.
El zagal, por su parte, aunque sin atender al efecto que su narración había producido, parecía todo turbado e inquieto; mientras los señores reían a sabor de sus inocentadas, él tornaba la vista a un lado y a otro con visibles muestras de temor y como queriendo descubrir algo a través de los cruzados troncos de los árboles.
—¿Qué es eso, Esteban, qué te sucede? —le preguntó uno de los monteros, notando la creciente inquietud del pobre mozo, que ya fijaba sus espantadas pupilas en la hija de don Dionís, ya las volvía a su alrededor con una expresión asoombrada y estúpida.
—Me sucede una cosa muy extraña —explicó Esteban— cuando, después de escuchar las palabras que dejo referidas, me incorporé con prontitud para sorprender a la personas que las había pronunciado, una corza blanca como la nieve salió de entre las mismas matas en donde yo estaba oculto, y dando unos saltos enormes por encima de los carrascales y los lentiscos, se alejó seguida de una tropa de corzas de su color natural, y así estas como la blanca que las iba guiando, no arrojaban bramidos al huir, sino que se reían con unas carcajadas cuyo eco juraría que aún me está sonando en los oídos en este momento.
—¡Bah!....¡Bah!... Esteban —exclamó don Dionís con aire burlón—, sigue los consejos del preste de Tarazona no hables de tus encuentros con los corzos amigos de burlas, no sea que haga el diablo que al fin pierdas el poco juicio que tienes, y pues ya estás provisto de los evangelios, y sabes las oraciones de San Bartolomé vuélvete a tus corderos, que comienzan a desbandarse por la cañada. Si los espíritus malignos tornan a incomodarle ya sabes el remedio: paternoster y garrotazo.
El zagal, después de guardarse en el zurrón un medio pan blanco y un trozo de carne de jabalí, y en el estómago un valiente trago de vino que le dio por orden de su señor uno de los palafreneros, despidióse de don Dionís y su hija, y apenas anduvo cuatro pasos, comenzó a voltear la honda para reunir a pedradas los corderos.
Como a esta sazón notábase don Dionís que entre unas y otras las horas del calor eran pasadas y el vientecillo de la tarde comenzaba a mover las hojas de los chopos y a refrescar los campos, dio orden a su comitiva para que aderezasen las caballerías que andaban paciendo sueltas por el inmediato soto; y cuando todo estuvo a punto, hizo seña a los unos para que soltasen las traíllas, y a los otros para que tocasen las trompas, y saliendo en tropel de la chopera, prosiguió adelante la interrumpida caza.
II
Entre los monteros de Don Dionís había uno llamado Garcés hijo de un antiguo servidor de la familia, y por tanto el más querido de sus señores.
Garcés tenía poco más o menos la edad de Constanza, y desde muy niño habíase acostumbrado a prevenir al menor de sus deseos y adivinar y satisfacer el más leve de sus antojos.
Por su mano se entretenía en afilar en los ratos de ocio las agudas saetas de su ballesta de marfil, él domaba los potros que había de montar su señora, él ejercitaba en los ardides de la caza a sus lebreles favoritos y amaestraba a sus halcones, a los cuales compraba en las ferias de Castilla caperuzas rojas bordadas de oro.
Para con los otros monteros, los pajes y la gente menuda del servicio de don Dionís, la exquisita solicitud de Garcés y el aprecio con que sus señores le distinguían, habíanle valido una especie de general animadversión, y al decir a los envidiosos, en todos aquellos cuidados con que se adelantaba a prevenir los caprichos de su señora, revelábase su carácter adulador y rastrero. No faltaban, sin embargo, algunos que más avisados o maliciosos, creyeron sorprender en la asiduidad del solícito mancebo algunas señales de mal disimulado amor.
Si en efecto era así, el oculto cariño de Garcés tenía más que sobrada disculpa en la incomparable hermosura de Constanza. Hubiérase necesitado un pecho de roca y un corazón de hielo para permanecer impasible un día y otro al lado de aquella mujer singular por su belleza y sus raros atractivos.
La Azucena del Moncayo llamábanla en veinte leguas a la redonda, y bien merecía este sobrenombre, porque eran tan airosa, tan blanca y tan rubia, que como a las azucenas, parecía que Dios la había hecho de nieve y oro.
Y sin embargo, entre los señores comarcanos murmurábase que la hermosa castellana de Veratón no era tan limpia de sangre como bella, y que, a pesar de sus trenzas rubias y su tez de alabastro, había tenido por madre una gitana. Lo cierto que pudiera haber en estas murmuraciones nadie pudo nunca decirlo, porque la verdad era que don Dionís tuvo una vida bastante azarosa en su juventud, y después de combatir largo tiempo bajo la conducta del monarca aragonés del cual recabó entre otras mercedes el feudo del Moncayo marchóse a Palestina, en donde anduvo errante algunos años, para volver por último a encerrarse en su castillo de Veratón con una hija pequeña, nacida sin duda en aquellos paises remotos. El único que hubiera podido decir algo acerca del misterioso origen de Constanza, pues acompañó a don Dionís en sus lejanas peregrinaciones, era el padre de Garcés, y este había ya muerto hacía bastante tiempo, sin decir una sola palabra sobre el asunto ni a su propio hijo, que varias veces y con muestras de gran interés se lo había preguntado.
El carácter tan pronto retraído y melancólico como bullicioso y alegre de Constanza, la extraña exaltación de sus ideas, sus extravagantes caprichos, sus nunca vistas costumbres, hasta la particularidad de tener los ojos y las cejas negros como la noche, siendo blanca y rubia como el oro, habían contribuido a dar pábulo a las hablillas de sus convecino , y aun el mismo Garcés, que tan intimamente la trataba, había llegado a persuadirse que su señora era algo especial y no se parecia a las demás mujeres.
Presente a la relación de Esteban, como los otros monteros, Garcés fue acaso el único que oyó con verdadera curiosidad los pormenores de su increíble aventura, y si bien no pudo menos de sonreír cuando el zagal repitió las palabras de la corza blanca, desde que abandonó el soto en que habían sesteado comenzó a revolver en su mente las más absurdas imaginaciones.
«No cabe duda que todo eso de hablar las corzas es pura aprensión de Esteban, que es un completo mentecato», decía entre sí el joven montero mientras que, jinete en un poderoso alazán, seguía a paso el palafrén de Constanza, la cual también parecía mostrarse un tanto distraida y silenciosa, y retirada del tropel de los cazadores, apenas tomaba parte en la fiesta, «pero, ¿quién dice que en lo que se refiere a ese simple no existirá algo de verdad?», prosiguió pensando el mancebo.
«Cosas más extrañas hemos visto en el mundo, y una corza blanca bien puede haberlka, puesto que, si se ha de dar crédito a las cantigas del país, San Humberto, patrón de los cazadores, tenía una. ¡Oh, si yo pudiese coger viva una corza blanca para ofrecérsela a mi señora!»
Asi pensando y discurriendo pasó Garcés la tarde, y cuando ya el sol comenzó a esconderse por detrás de las vecinas lomas y don Dionís mandó volver grupas a su gente para tornar al castillo, separóse sin ser notado de la comitiva y echó en busca del zagal por lo más espeso e intrincado del monte.
La noche había cerrado casi por completo cuando don Dionís llegaba a las puertas de su castillo. Acto continuo dispusiéron una frugal colocación y sentóse con su hija en la mesa.
—Y Garcés ¿dónde está? —preguntó Constanza, notando que su montero no se encontraba allí para servirla como tenía de costumbre.
—No sabemos —se apresuraron a contestar los otros servidores—; desapareció de entre nosotros cerca de la cañada, y esta es la hora que todavía no le hemos visto.
En este punto llegó Garcés todo sofocado, cubierta aún de sudor la frente, pero con la cara más regocijada y satisfecha que pudiera imaginarse.
—Perdonadme señora —rogó, dirigiéndose a Constanza—, personadme si he faltado un momento a mi obligación: pero allá de donde vengo a todo correr de mi caballo, como aquí, sólo me ocupaba en serviros.
—¿En servirme? —repitió Constanza—. No comprendo lo que quieres decir.
—Si ,señora, en serviros —repitió el joven—, pues he averiguado que es verdad que la corza blanca existe. A más de Esteban, lo dan por seguro otros varios pastores, que juran haberla visto más de una vez, y con ayuda de los cuales espero en Dios y en mi patrón San Humberto, que antes de tres días, viva o muerta, os la traeré al castillo.
—¡Bah!... !Bah!... —exclamó Constanza, con aire de zumba, mientras hacían coro a sus palabras las risas más o menos disimuladas de los presentes—. Dejáte de cacerías nocturnas y de corzas blancas; mira que el diablo ha en la flor de tentar a los simples, y si te empeñas en andarle a los talones, va a dar que reír contigo como con el pobre Esteban.
—Señora —interrumpió Garcés, con voz entrecortada y disimulando en lo posible la cólera que le producía el burlón regocijo de sus compañeros—, yo no me he visto nunca con el diablo y, por consiguiente, no sé todavía cómo las gasta: pero conmigo os juro que todo podrá hacer menos dar que reír, porque el uso de ese privilegio sólo en vos sé tolerarlo.
Constanza conoció el efecto que su burla había producido en el enamorado joven; pero deseando apurar su paciencia hasta lo último, tornó a decir en el mismo tono:
—¿Y si al dispararle te saluda con alguna risa del género de la que oyó Esteban, o se te ríe en la nariz, y al escuchar sus sobrenaturales carcajadas se te cae la ballesta de las manos, y antes de reponerte del susto ya ha desaparecido la corza blanca más ligera que un relámpago?.
—¡Oh! —exclamo Garcés—, en cuanto a eso, estad segura que como yo la topase de ballesta, aunque me hiciese más monos que un juglar, aunque me hablara, no ya en romance, sino en latín, como el abad de Munilla, no se iba sin un arpón en el cuerpo.
En este punto del diálogo terció don Dionís, y con una desesperante gravedad a través de la que se adivinaba toda la ironía de sus palabras, comenzó a darle al ya sendereado mozo los consejos más originales del mundo, para el caso de que se encontrase de manos a boca con el demonio convertido en corza blanca. A cada nueva ocurrencia de su padre, Constanza fijaba sus ojos en el atribulado Garcés y rompía a reír como una loca, en tanto que los otros servidores reforzaban las burlas con sus miradas de inteligencia y su mal encubierto gozo.
Mientras duró la colación prolongóse esta escena en que la credulidad del joven montero fue, por decirlo así, el tema obligado del general regocijo; de modo que cuando se levantaron los paños, y don Dionís y Constanza se retiraron a sus habitaciones, y toda la gente del castillo se entregó al reposo, Garcés permaneció un largo espacio de tiempo irresoluto, dudando si, a pesar de las burlas de sus señores, proseguiría firme en sus propósitos o desistiria completamente de la empresa.
—¡Y qué diantre! —exclamó, saliendo del estado de incertidumbre en que se encontraba—. Mayor mal del que me ha sucedido no puede sucederme, y si, por el contrario es verdad lo que nos ha contado Esteban... ¡Oh, entonces cómo he de saborear mi triunfo!
Esto diciendo, armó su ballesta, no sin haberle hecho antes la señal de la cruz en la punta de la vira, y colocándosela a la espalda se dirigió a la poterna del castillo para tomar la vereda del monte.
Cuando Garcés llegó a la cañada y al punto en que según las instrucciones de Esteban, debía aguardar la aparición de las corzas, la luna comenzaba a remontarse con lentitud por detrás de los cercanos montes.
A fuer de buen cazador y práctico en el oficio, antes de elegir un punto a propósito para colocarse al acecho de las reses, anduvo un gran rato de acá para allá examinando las trochas y las veredas vecinas, la disposición de los árboles, los accidentes del terreno, las curvas del río y la profundidad de sus aguas.
Por último, después de terminar este minucioso reconocimiento del lugar en que se encontraba, agazapóse en un ribazo junto a unos chopos de copas elevadas y oscuras, a cuyo pie crecían unas matas de lentisco, altas lo bastante para ocultar a un hombre echado en tierra.
El río, que desde las musgosas rocas donde tenía el nacimiento, venía siguiendo las sinuosidades del Moncayo, al entrar en la cañada por la vertiente, deslizábase desde allí bañando el pie de los sauces que sombreaban sus orillas, o jugueteando con alegre murmullo entre las piedras rodadas del monte, hasta caer en una hondura próxima al lugar que servía de escondrijo al montero.
Los álamos, cuyas plateadas hojas movía el aire con un rumor dulcísimo, los sauces que inclinados sobre la limpia corriente humedecían en ella las puntas de sus desmayadas ramas, y los apretados carrascales por cuyos troncos subían y se enredaban las madreselvas y las campanillas azules, formaban un espeso muro de follaje alrededor del remanso del río.
El viento, agitando los frondosos pabellones de verdura que derramaba en torno su flotante sombra, dejaba penetrar a intervalos un furtivo rayo de luz, que brillaba como un relámpago de plata sobre la superficie de las aguas inmóviles y profundas.
Oculto tras los matojos, con el oído atento al más leve rumor y la vista clavada en el punto en donde según sus cálculos debían aparecer las corzas Garcés esperó inútilmente un gran espacio de tiempo.
Todo parecía a su alrededor sumido en una profunda calma. Poco a poco, y bien fuese que el peso de la noche, que ya había pasado de la mitad, comenzara a dejarse sentir, bien que el lejano murmullo del agua, el penetrante aroma de las flores sílvestres y las caricias del viento comunicasen a sus sentidos el dulce sopor en que parecía estar impregnada la Naturaleza toda, el enamorado mozo que hasta aquel punto había estado entretenido revlviendo en su mente las más halagüeñas imaginaciones, comenzó a sentir que sus ideas se elaboraban con más lentitud y sus pensamientos tomaban formas más leves e indecisas.
. . . . . . . . . . .
Cosa de dos horas o tres haría ya que el joven montero roncaba a pierna suelta, disfrutando a todo sabor de uno de los sueños más apacibles de su vida, cuando de repente entreabrió los ojos sobresaltado, e incorporóse a medias lleno aún de ese estupor del que vuelve en sí de improvisto después de un sueño profundo.
En las ráfagas del aire y confundido con los leves rumores de la noche, creyó percibir un extraño rumor de voces delgadas, dulces y misteriosas que hablaban entre sí, reían o cantaban cada cual por su parte y una cosa diferente, formando una algarabía tan ruidosa y confusa como la de los pájaros que despiertan al primer rayo del sol entre las frondas de una alameda.
Este extraño rumor sólo se dejó oír un instante, y después todo volvió a quedar en silencio.
«Sin duda soñaba con las majaderías que nos refirió el zagal», se dijo Garcés, restregándose los ojos con mucha calma, y en la firme persuación de que cuando había creído oír no era más que esa vaga huella del ensueño que queda, al despertar, en la imaginación como queda en el oído la última cadencia de una melodía después que ha expirado temblando la última nota. Y dominado por la invencible languidez que embargaba sus miembros, iba a reclinar de nuevo la cabeza sobre el césped, cuando tornó a oír el eco distante de aquellas misteriosas voces, que acompañándose del rumor del aire, del agua y de las hojas, cantaban así:
Coro
—El arquero que velaba en lo alto de la torre ha reclinado su pesada cabeza en el muro.
—Al cazador furtivo que esperaba sorprender la res lo ha sorprendido el sueño.
—El pastor que aguarda el día consultando las estrellas, duerme ahora y dormirá hasta el amanecer.
—Reina de las ondinas, sigue nuestros pasos.
—Ven a mecerte en las ramas de los sauces sobre el haz del agua.
—Ven a embriagarte con el perfume de las violetas que se abren entre las sombras.
—Ven a gozar de la noche, que es el día de los espíritus.
Mientras flotaban en el aire las suaves notas de aquella deliciosa música, Garcés se mantuvo inmóvil. Después que se hubo desvanecido, con mucha precaución apartó un poco las ramas, y no sin experimentar algún sobresalto, vio aparecer las corzas, que en tropel y salvando los matorrales con ligereza increíble unas veces deteniéndose como a escuchar otras, jugueteaban entre sí ya escondiéndose entre la espesura, ya saliendo nuevamente a la senda, bajaban del monte en dirección al remanso del río.
Delante de sus compañeras, más ágil, más linda, más juguetona y alegre que todas, saltando, corriendo, parándose y tornando a correr, de modo que parecía no tocar el suelo con los pies, iba la corza blanca, cuyo extraño color destacaba como una fantástica luz sobre el oscuro fondo de los árboles.
Aunque el joven se sentía dispuesto a ver en cuanto le rodeaba algo de sobrenatural y maravilloso, la verdad del caso era que, prescindiendo de la momentánea alucinación que turbó un instante sus sentidos, fingiéndole músicas, rumores y palabras, ni en la forma de las corzas, ni en sus movimientos, ni en los cortos bramidos con que parecían llamarse, había nada con que no debiese estar ya muy familiarizado un cazador práctico en esta clase de expediciones nocturnas.
A medida que desechaba la primera impresión, Garcés comenzó a comprenderlo así, y riéndose interiormente de su incredulidad y su miedo, desde aquel instante sólo se ocupó en averiguar, teniendo en cuenta la dirección que seguían, el punto donde se hallaban las corzas.
Hecho el cálculo, cogió la ballesta entre los dientes, y arrastrándose como una culebra por detrás de los lentiscos, fue a situarse sobre unos cuarenta pasos más lejos del lugar en que se encontraba. Una vez acomodado en su nuevo escondite, esperó el tiempo sificiente para que las corzas estuvieran ya dentro del río, a fin de hacer el tiro más seguro. Apenas empezó a escucharse ese ruido particular que produce el agua cuando se bate a golpes o se agita con violencia, Garcés comenzó a levantarse poquito a poco y con las mayores precauciones, apoyándose en la tierra primero sobre la punta de los dedos, y después con una de las rodillas.
Ya de pie, y cerciorándose a tientas de que el arma estaba preparada, dio un paso hacia delante, alargó el cuello por encima de los arbustos para dominar el remanso, y tendió la ballesta, tendió la vista buscando el objeto que había de herir, se escapó de sus labios un imperceptible e involuntario grito de asombro.
La luna, que había ido remontándose con lentitud por el ancho horizonte, estaba inmóvil y como suspendida en la mitad del cielo. Su dulce claridad inundaba el soto, abrillantaba la intranquila superficie del rio y hacía ver los objetos como a través de una gasa azul.
Las corzas habían desaparecido.

En su lugar, lleno de estupor y casi de miedo, vio Garcés un grupo de bellisimas mujeres, de las
cuales unas entraban en el agua jugueteando, mientras las otras acababan de despojarse de las ligeras túnicas que aún ocultaban a la codiciosa vista el tesoro de sus formas.
En esos ligeros y cortados sueños de la mañana, ricos en imágenes risueñas y voluptuosas, sueños diáfanos y celestes como la luz que entonces comienza a transparentarse a través de las blancas cortinas del lecho, no ha habido nunca imaginaciones de veinte años que bosquejase con los colores de la fantasía una escena semejante a la que se ofrecía en aquel punto a los ojos del atónito Garcés.
Despojadas ya de sus túnicas y sus velos de mil colores, que destacaban sobre el fondo suspendidos de los árboles o arrojados con descuido sobre la alfombra del césped, las muchachas discurrían a su placer por el soto, formando grupòs pintorescos, y entraban y salían en el agua, haciéndola saltar en chispas luminosas sobre las flores de la margen como una menuda lluvia de rocío.
Aquí una de ellas, blancas como el vellón de un cordero, sacaba su cabeza rubia entre las verdes y flotantes hojas de un planta acuática, de la cual parecía una flor a medio abrir, cuyo flexible talle más bien se adivinaba que se veía temblar debajo de los infinitos círculos de luz de las ondas.
Otra allá, con el cabello suelto sobre los hombros mecíase suspendida de la rama de un sauce sobre la corriente del río, y sus pequeños pies, color de rosa, hacían una raya de plata al pasar rozando la tersa superficie. En tanto que éstas permanecían recostadas aún al borde del agua con los ojos azules adormecidos aspirando con voluptuosidad del perfume de las flores y estremeciéndose ligeramente al contacto de la fresca brisa, aquéllas danzaban en vertiginosa ronda, entrelazando caprichosamente sus manos, dejando caer atrás la cabeza con delicioso abandono e hiriendo el suelo con el pie en alternada cadencia.
Era imposible seguirlas en sus ágiles movimientos, imposible abarcar con una mirada los infinitos detalles del cuadro que formaban, unas corriendo, jugando y persiguiéndose con alegres risas por entre el laberinto de los árboles; otras surcando el agua como un cisne y rompiendo la corriente con el levantado seno; otras, sumergiéndose en el fondo, donde permanecían largo rato para volver a la superficie, trayendo una de esas flores extrañas que nacen escondidas en el lecho de las aguas profundas.
La mirada del atónito montero vagaba absorta de un lado a otro, sin saber dónde fijarse, hasta que, sentado bajo un pabellón de verdura que parecía servirle de dosel , y rodeada de un grupo de mujeres todas a cual más bella, que la ayudaban a despojarse de sus ligerísimas vestiduras, creyó ver el objeto de sus ocultas adoraciones; la hija del noble don Dionís, la incomparable Constanza.
Marchando de sorpresa en sorpresa, el enamorado joven no se atrevía ya a dar crédito ni al testimonio de sus sentidos, y creíase bajo la influencia de un sueño fascinador y engañoso.
No obstante, pugnaba en vano por persuadirse de que todo cuando veía era efecto del desarreglo de su imaginación, porque mientras más la miraba, y más despacio, más se convencía de que aquella mujer era Constanza.
No podia caber duda, no; suyos eran aquellos ojos oscuros y sombreados de largas pestañas, que apenas bastaban a amortiguar la luz de sus pupilas, suya aquella rubia y abundante cabellera que, después de coronar su frente se derramaba por su blanco seno y sus redondas espaldas como una cascada de oro, suyos, en fin, aquel cuello airoso que sostenía su lánguida cabeza, ligeramente inclinada como una floir que se rinde al peso de las gotas de rocío, y aquellas voluptuosas formas que él había soñado tal vez, y aquellas manos semejantes a manojos de jazmines, y aquellos pies diminutos, comparables sólo con dos pedazos de nieve que el sol no ha podido derretir y que a la mañana blanquean entre la verdura.
En el momento en que Constanza salió del bosquecillo, sin velo alguno que ocultase a los ojos de su amante los escondidos tesoros de su hermosura, sus compañeras comenzaron nuevamente a cantar estas palabras con una melodía dulcísima:
Coro
—Genios del aire, habitadores del luminoso éter, venid envueltos en un jirón de niebla plateada.
—Silfos invisibles, dejad el cáliz de los entreabiertos lirios y venid en vuestros carros de nácar, a los que vuelan uncidas las mariposas.
—Larvas de las fuentes, abandonad el lecho de musgo y caed sobre nosotras en menuda lluvia de perlas.
—Escarabajos de esmeralda, luciérnagas de fuego, mariposas negras, ¡venid!
—Y venid vosotros todos, espiritus de la noche, venid zumbando como un emjambre de insectos de luz y de oro.
—Venid, que ya el astro protector de los misterios brilla en la plenitud de su hermosura.
—Venid, que ha llegado el momento de las transformaciones maravillosas.
—Venid, que las que os aman os esperan impacientes.
Garcés, que permanecía inmóvil, sintió al oír aquellos cantares misteriosos que el áspid de los celos le mordía el corazón, y obedeciendo a un impulso más poderoso que su voluntad, deseando romper de una vez el encanto que fascinaba sus sentidos, separó con mano trémula y convulsa el ramaje que le ocultaba, y de un solo salto se puso en la margen del río. El encanto se rompió , desvanecióse todo como el humo, y al bullicioso tropel con las tímidas corzas, sorpendidas en lo mejor de sus nocturnos juegos, huían espantadas de su presencia, una por aquí, otra por allá, cuál salvando de un salto los matorrales, cuál ganando a todo correr la trocha del monte.
—¡Oh, bien dije yo que todas estas cosas no eran más que fantasmagorías del diablo! —exclamó entonces el montero—; pero por fortuna, esta vez ha andado un poco torpe, dejándome entre las manos la mejor presa.
Y, en efecto, era así, la corza blanca, deseando escapar por el soto, se había lanzado entre el laberinto de sus árboles, y enredándose en una red de madreselvas, pugnaba en vano por desasirse. Garcés le encaró la ballesta. pèro en el mismo punto en que iba a herirla, la corza se volvió hacia en montero, y con voz clara y aguda detuvo su acción con un grito, diciéndole:
—¿Garcés, qué haces?.
El joven vaciló, y después de un instante de duda, dejó caer al suelo el arma, espantado a la sola idea de haber podido herir a su amante. Una sonora y estridente carcajda vino a sacarle al fin de su estupor, la corza blanca había aprovechado aquellos cortos instantes para acabarse de desenredar y huir ligera como un relámpago, riéndose de la burla hecha al montero.
—¡Ah, condenado engendro de Satanás! —exclamó Garcés con voz espantosa, recogiendo la ballesta con una rapidez indecible—, pronto has cantado victoria pronto te has creido fuera de mi alcance, y esto diciendo, dejó volar la saeta, que partió silbando y fue a perderse en la oscuridad del soto, en el fondo del cual sonó al mismo tiempo un grito, al que siguieron después unos sonidos sofocados.
—¡Dios mío!, exclamó Garcés, al percibir aquellos lamentos angustiosos. ¡Dios mío, si será verdad!
Y fuera de sí, como loco, sin darse cuenta apenas de lo que le pasaba, corrió en la dirección en que había desaparecido la saeta, que era la misma en que sonaban los gemidos. Llegó al fin; pero al llegar, sus cabellos se erizaron de horror, las palabras se anudaron en su garganta y tuvo que agarrarse al tronco de un árbol para no caer a tierra.
Constanza, herida por su mano, expiraba allí a su vista, revolcándose en su propia sangre, entre las agudas zarzas del monte.

Foto de la poetiza cubana Dulce María Loináz.

"La oración de la rosa"

La oración de la rosa


Padre nuestro que estás en la tierra, en la fuerte
y hermosa tierra;
en la tierra buena:
Santificado sea el nombre tuyo
que nadie sabe; que en ninguna forma
se atrevió a pronunciar este silencio
pequeño y delicado...este
silencio que en el mundo
somos nosotras
las rosas...
Venga también a nos, las pequeñitas
y dulces flores de la tierra,
el tu Reino prometido...
Hágase tu voluntad, aunque ella
sea que nuestra vida sólo dure
lo que dura una tarde...
El sol nuestro de cada día, dánoslo
para el único día nuestro...
Perdona nuestras deudas
-la de la espina,
la del perfume cada vez más débil,
la de la miel que no alcanzó
para la sed de dos abejas...
-así como nosotras perdonamos
a nuestros deudores los hombres,
que nos cortan, nos venden y nos llevan
a sus mentiras fúnebres,
a sus torpes e insulsas fiestas...
No nos dejes caer
nunca en la tentación de desear
la palabra vacía, -¡el cascabel
de las palabras!...-,
ni el moverse de pies
apresurados,
ni el corazón oscuro de
los animales que se pudre...
Más líbranos de todo mal.
Amén.

domingo, 21 de marzo de 2010

Praga.

Praga.

Praga.

Praga, capital de la antigua Bohemia.

Irene Adler.


“Para Sherlock Holmes, ella es siempre la mujer. Rara vez le oí mencionarla de otro modo. A sus ojos, ella eclipsa y domina a todo su sexo.”

Fragmento de “Un escándalo en Bohemia”

miércoles, 10 de marzo de 2010

"La palabra y la imagen".

"Sobre el concepto de Literatura".

Aproximaciones al Texto Literario
Conferencia

11 de octubre de 1997 - San Bernardo, Pcia. Buenos Aires. Argentina.
Auspicio: Dirección de Cultura del Municipio de la Costa
Organización: Poesía en el Tulgún


APROXIMACIONES AL TEXTO LITERARIO, van a ser aproximaciones evidentemente porque el tema es muy rico y muy complejo. Cualquier aspecto que tomemos desde el concepto: ¿qué es literatura?, promueve polémicas entre distintos autores. Yo voy a presentar algunas posturas, inclusive encontradas, y luego trataré de sacar mis propias conclusiones.
Analicemos, entonces un poco uno los términos del título: Literatura . ¿Qué es Literatura? Acá ya tenemos el primer inconveniente, porque de acuerdo a lo que en Sociología de la Literatura ha señalado Roger Escarpit: “Literatura es todo aquello que se basa en el empleo o el uso de la letra oral o escrita.” Y esta definición, que de por sí parecería que limitara el concepto de literatura, lo complica porque lo amplía enormemente. Desde este criterio, el concepto de literatura sería entonces aplicable a una obra literaria importante, trascendente, de creación, también a una gacetilla periodística, también a ensayos o por ejemplo a libros de cocina.
Sin embargo, gran parte de los autores insiste en que literatura y concepto de literatura debe estar asociado al concepto de creación. Por ende, hay que incluirle un concepto estético. Aquél que nos remite a la literatura como el uso de la letra, considera, por supuesto, a la letra en su aspecto de cosa o de objeto, es decir su aspecto formal, plástico y también como signo en sentido de la significación.
Hay un autor que acepta esta definición, no sin asombros, de lo que hay que incluir en este concepto de literatura desde este punto de vista, que es Francisco J. Hombravella. Pero causa un poco de gracia, una pregunta que hace el autor. Dice lo siguiente : “¿ quién, póngase por ejemplo, se atrevería a fijar la exacta línea divisoria que se intercala entre lo que realmente es literatura y lo que no es otra cosa que pura grafomanía ? Entiéndase por grafomanía esa tendencia maniática hoy tan de moda de escribir por escribir sin aportar nada nuevo.” Con lo cual este mismo autor vuelve al concepto de literatura como creación.
En el libro “De la Narrativa contemporánea”, de Patricia Rubio y Juan Carlos Lértora, leemos : “La literatura es una de las posibilidades que el hombre tiene para manifestar su potencialidad artístico-creadora - acá el concepto es bien claro - mediante ella puede aprehender estéticamente el mundo, expresar su propia individualidad y plasmar la sensibilidad de una época.” Luego dice: “Nunca ha tenido asidero verdadero la concepción que sostenía que la literatura copia e imita fielmente la realidad. Los componentes básicos del mundo real adquieren en la obra su propia organización y alcanzan una especial significación. Desde el instante en que el creador literario opera con su pluma sobre la realidad, allí mismo nace el mundo ficticio”- y sobre este término vamos a volver- “Aunque éste puede asemejarse al mundo real, su única condición de obra literaria reside en la organización de su material lingüístico. Mediante el lenguaje empleado en ella se ha creado un mundo autónomo, válido en, y por sí mismo, autosuficiente y autoexplicable” -surge aquí otro problema que se da entre los autores que consideran que la obra literaria es autosuficiente, autoexplicable, un mundo cerrado, y quienes consideran que esto deja directamente al lector afuera, sobre esto volveremos también.
Estos autores, Patricia Rubio y Juan Carlos Lértora, que consideran a la literatura, entonces a la obra, como un mundo cerrado dicen, en primera instancia : la obra constituye un mundo cerrado en sí mismo, pero la lectura posibilita la interpretación desde distintos puntos de vista, sociológico, histórico, fenomenológico, psicológico, no literarios, dicen, en sentido lato.
Paul Valéry tiene una posición también muy definida. Nos dice en su “ Introducción a la Poética” “La literatura es y no puede ser otra cosa que una suerte de extensión y de aplicación de ciertas propiedades del lenguaje” - ya entonces vemos que tiene un concepto también estético de la literatura, y sigue : “ella utiliza por ejemplo, para sus propios fines, las propiedades fónicas y las posibilidades rítmicas del habla que el discurso ordinario descuida.” Valéry está diferenciando el discurso ordinario o común del discurso literario que tiene propiedades específicas. Paul Valéry se refiere especialmente a la poesía y entonces tenemos que hacer un pequeño paréntesis para decir que si de la poesía hablamos, hablamos de lo que los lingüistas consideran un lugar privilegiado del lenguaje. Dentro de todas las manifestaciones de la literatura, en la poesía se crea lenguaje. Piensen ustedes : se parte del lenguaje, común u ordinario, para crearse un lenguaje propio ; es lo que algunos autores llaman un metalenguaje.
A partir del lenguaje común, la poesía crea lenguaje recurriendo a todas las propiedades que le posibilitan hacerlo. Ritmo, música, sonoridad, etc... Esto quiero aclararlo porque, lamentablemente, mucha gente considera que poesía es solo una descarga de sentimientos, y es bastante más complicado que eso, es la creación de una realidad a través de la creación del lenguaje, metáfora, símbolos, imágenes, para decir algo que el lenguaje común no alcanza a abarcar. Por eso la poesía procura el silencio, que no es el silencio de la nada sino que es el silencio creador. A partir de la palabra se llega a él. Es el silencio de lo indecible.
Volviendo entonces a esta concepción, dice Valéry que : “el poeta que multiplica las figuras no hace pues más que reencontrar en sí mismo el lenguaje en estado naciente.” Sigue diciendo : “El arte literario, pues, es aquél en que la convención desempeña el mayor papel, en que la memoria interviene a cada instante por cada palabra.”- Y luego afirma : “Es, de todas las artes, aquélla que utiliza el número más grande de partes independientes, sonidos, formas sintácticas, conceptos, imágenes etc...” Y aquí apareció otra palabrita interesante, convención.
Entre el autor y el lector se establece una relación muy particular, a esto lo llamamos convención. Lo cual está relacionado con el concepto de ficción, que paso a desarrollar. Cuando hablo de autor y de lector no hablo de las personas, la persona del autor, la persona del lector, hablo de roles y de funciones. El lector está incorporado desde el principio al texto como rol. Tiene una actividad recreadora y la de completar el texto ya previsto por el autor, que no es la persona del escritor sino que es el autor en función de un texto. Esta convención hace que surja un mundo muy especial, al que solemos llamar un mundo de ficción. El concepto de ficción, nos lleva inmediatamente a pensar en engaño, mentira. Pero desde el punto de vista de lo creado, dentro del arte en general, no sólo de la literatura, ficción implica la aparición de una nueva realidad.
Juan José Saer, en un libro que les recomiendo: “El concepto de ficción”, dice, “El rechazo escrupuloso de todo elemento ficticio, no es un criterio de verdad. El concepto mismo de verdad es incierto y su definición integra elementos dispares y a veces contradictorios.” En cuanto a la no-ficción dice : “Su especificidad se basa en la exclusión de todo rastro ficticio, pero esta exclusión no es de por sí garantía de veracidad. Aun cuando la intención de veracidad sea sincera y los hechos narrados rigurosamente exactos, lo que no siempre es así, sigue existiendo el obstáculo de la autenticidad de las fuentes, de los criterios interpretativos y de las turbulencias de sentido propias de toda construcción verbal.”
Hacemos acá un paréntesis, y nos preguntamos qué es realidad. Hay libros escritos sobre qué es realidad y los autores no se ponen de acuerdo. La filosofía tiene diferentes teorías desde hace cientos de años, pasando por los extremos, materialismo, idealismo y todas las concepciones intermedias. ¿Qué es realidad? Podemos apelar a la ciencia. La ciencia se cuestiona seriamente el concepto de realidad, hoy más seriamente que nunca. Cuando pensamos en todo aquello que se refiere a la teoría cuántica, es decir, de las partículas elementales de energía, los científicos han comprobado que estas partículas tienen un comportamiento imprevisible porque actúan de acuerdo a cada observador. Entonces es imprevisible su comportamiento. La masa misma del observador está influyendo en ellas ; entonces, esto relativiza la existencia de una realidad absoluta y constante. Seguimos extendiendo el concepto de subjetividad con respecto a nuestra aproximación a lo que llamamos realidad.
Pero aún así, pongamos por ejemplo, un ejemplo elemental : vamos al cine, hay una escena de amor, pero le faltan los violines, le falta la música, no está completa esa escena, nosotros lo sentimos. Pero en la vida real eso no existe. ¿O sí? ¿Hay una música interna, una vibración especial que no percibimos con los oídos. Para dar ejemplos: hoy decía en la radio, estuve brevemente en un programa, que está comprobado que esta mesa , señores, tal como la percibimos, no existe. La percibimos a partir de nuestros condicionamientos, así como hay sonidos que no escuchamos. Los colores tampoco existen como los percibimos. Esta mesa es un conjunto de átomos moviéndose vertiginosamente. Es decir : estamos percibiendo el mundo desde lo que somos, biológica y psíquicamente. Inclusive el científico que pone su ojo en un microscopio, hecho para su ojo, o en un telescopio, sabe que el universo que está observando ha desaparecido hace millones de años. Lo que pasa es que lo sigue viendo como existente porque la luz, demora mucho en llegar. Ese universo que está observando desapareció.
Y podríamos seguir dando ejemplos, pero voy a citar algo que es muy interesante, que es de un artículo del diario Clarín del 28/06/1992, es una entrevista a Alberto Maturana, notable biólogo y cibernetista, que nos dice , “ no hay nada afuera de la mente” - Maturana afirma en un momento dado - “No podemos decir sobre algo independiente de nosotros por la forma que estamos determinados en nuestra estructura, ni siquiera tiene sentido decir que exista una realidad como referencia. Y no sólo eso : pienso que lo que se vive no es una de las muchas realidades posibles sino la única posible. En cada instante vivimos lo único posible. ” Entre paréntesis, Maturana es un biólogo doctorado en la Universidad de Harvard , investigador asociado del Instituto Tecnológico de Massachusetts, profesor visitante de las Universidades de Illinois, en Estados Unidos, de Bremen , en Alemania y actualmente es profesor de Biología en la Universidad de Chile.
Maturana cuestiona la existencia de toda pared. El periodista le comenta que una pared está allí y no la podemos atravesar. Maturana sostiene :“No, nosotros concebimos una pared, grosor, resistencia color, etc... es lo que podemos percibir, pero en realidad allí lo único que hay es una experiencia se detiene el movimiento.” Luego, el periodista, le dice : “yo le pregunté al epistemólogo Heinz Von Foerster ...” -“qué le contestó.” “Que no lo podemos saber, tal vez ondas electromagnéticas.” Replica Maturana , “en cambio, yo le digo que no hay nada porque no tiene sentido preguntar por algo que no podemos conocer sin configurarlo. Porque conocer es configurar”,y luego dice algo bastante significativo : “Nuestra convivencia con lo real es un delirio en la convivencia. En cambio, la locura es un delirio en la soledad. Lo que hacemos nosotros no lo llamamos delirio precisamente porque nos coordinamos en el convivir.”Y finalmente llegamos a una parte que nos interesa para lo que estamos diciendo. Nos dice Maturana que sin el lenguaje no hay realidad, el universo es verbal.
Esto me recuerda lo que ha dicho Octavio Paz, poeta : por la palabra el hombre se ha creado a sí mismo, pero por la palabra el hombre es una metáfora de sí mismo. Según Maturana : “nombrar las cosas es darles una entidad real. ” Esto alcanza para relativizar ese concepto tan absoluto de que la única realidad es la inmediata. No es así.
Volviendo a Saer, “la ficción, desde sus orígenes, ha sabido emanciparse de esas cadenas. Pero que nadie se confunda : no se escriben ficciones para eludir, por inmadurez o irresponsabilidad, los rigores que exige el tratamiento de la verdad, sino justamente para poner en evidencia el carácter complejo de la situación, carácter complejo del que el tratamiento limitado a lo verificable implica una reducción abusiva y un empobrecimiento. Al dar un salto hacia lo inverificable, la ficción multiplica al infinito las posibilidades de tratamiento. No vuelve la espalda a un supuesta realidad objetiva : muy por el contrario, se sumerge en su turbulencia desdeñando la actitud ingenua que consiste en pretender de antemano cómo esa realidad está hecha. No es una claudicación ante tal o cual ética de la verdad, sino la búsqueda de una un poco menos rudimentaria.”
En un debate que hubo en Francia en 1965, entre intelectuales de izquierda, en el cual intervenían, Simone De Beauvoir y Jean P. Sartre, cuando se hablaba de literatura , Jean Paul Sartre saltó y dijo : “pero entonces habría que dejar afuera los ensayos” , porque se insistía en este concepto de la literatura como de creación. Esta conferencia fue luego impresa en nuestro país en el libro, “¿Para qué sirve la Literatura? ”De todo lo que se ha dicho allí , yo voy a extraer algunos conceptos. Por ejemplo de Jean Ricardou : “Este acto de escribir hace surgir un mundo nuevo cuya estructura es la del lenguaje. Y este mundo ficticio, obtenido por el ejercicio de la escritura, opone su estructura propia a la de nuestro mundo, y de tal manera lo pone en duda. La literatura es lo que dice al mundo : ¿eres lo que pretendes ser? O, si se quiere, nos lo hace ver mejor, casi como si nos lo revelara. La literatura es lo que pone en duda al mundo, sometiéndolo a la prueba del lenguaje.”
Ricardou, cita una carta de Franz Kafka. En ella, Kafka dice : “ mi puesto de funcionario me resulta intolerable porque contradice mi deseo único y mi única vocación, que es la literatura. Como no soy otra cosa que literatura, como no puedo ni quiero ser otra cosa, mi puesto nunca podrá exaltarme, por el contrario, podrá desquiciarme por completo.” -Y más adelante : “Todo lo que no es literatura me aburre, lo odio, inclusive las conversaciones sobre literatura.” He aquí el caso de Kafka y de algunos otros que han constituido a la literatura en su única realidad. También cito, de este debate, una reflexión de Jean-Pierre Faye : "¿La literatura? Es el poder de decir por medio de qué signos viene hacia nosotros nuestra realidad.”
Y finalmente, Simone de Beauvoir dice que: “la función de las palabras es la de restituir su generalidad a lo que tenemos de más singular: al paso del tiempo, al sabor de nuestra vida a la muerte, a la soledad.” Y algo muy importante, y viene con la globalizacion también ; lo decía hace más de veinte años, “Proteger contra las tecnocracias y contra las burocracias lo que hay de humano en el hombre, entregar el mundo en su dimensión humana, es decir, tal como se revela a individuos a la vez vinculados entre sí y separados : creo que esta es la tarea de la literatura y lo que la vuelve irremplazable.” Podríamos decir que esto es función del arte todo.
Y ahora bien, pensemos nuevamente en esa convención de la que hablamos hace un rato y en los tres elementos que la constituyen : la obra, el autor y el lector. Decíamos que son roles, los del autor y el lector. Podemos entonces afirmar que el autor y el lector son creadores del texto y a la vez son creados por el texto, en tanto tales, y a condición de que la obra desaparezca . Esto es bastante extraño y yo diría que casi mágico. Piensen ustedes : el autor está escribiendo, está en el acto en sí de escribir : el lector, en el acto en sí de leer, integrados a una obra que mientras los está sosteniendo debe desaparecer como tal, para que se produzca esa fusión. Uno al comienzo, cuando escribía, el otro luego, cronológicamente.
No podemos estar entregados a una experiencia artística cortando permanentemente el hecho de alienación y entrega a lo que estamos viendo. Y si nos detenemos en sucesivos distanciamientos críticos - qué bien ha escrito esta palabra, qué bien resolvió esta imagen- , hacemos cortes de interpretación, que no son los que se refieren al acto literario en sí, de total fusión de los tres elementos. Autor y lector ni siquiera se conocen. Y así, se dan en acto estos personajes de ficción, pues son personajes ficcionales tanto el autor como el lector en el momento de la percepción, su única condición de existencia.
En una entrevista que publicó la revista de literatura “Tamaño Oficio”, que dirijo, en donde siempre nos han preocupado estos temas, en una entrevista, decía, que le hicimos a Noé Jitrik, profesor de la Universidad de Buenos Aires, él ha dicho : “el punto de partida es que el texto crea al lector” - y agregó :- “El lector no está ya hecho y no se trata de enviarle simplemente mensajes para que los decodifique de acuerdo con este intercambio de saberes. Si se piensa que el lector es construido por el texto, ya en el texto están las posibilidades de despojarlo de estos saberes previos y se instala allí un acto de lectura que entonces va a encontrar su propia zona de libertad.” - Se pregunta Noé Jitrik : “¿ qué pasa con la lectura de un texto filosófico en un ómnibus, por ejemplo. El resultado va a ser muy diferente del de la lectura de ese mismo texto en un gabinete. El lector tiene una cultura, mayor o menor información, una historia personal. La lectura entonces requiere de ciertas condiciones bien definidas y diferentes para producirse. Cada lector hace la suya desde lo que es, desde lo que comprende. De ahí que aquellas hipótesis de que el lector crea el texto, que es el otro extremo, son muy precarias, débiles, falsas, es poner todo en una especie de ideología de la recepción, como si fuera el lugar de lo sagrado; la proyección de cierta subjetividad forma parte de esas condiciones.”
En este sentido, Paul Valéry, es tajante. El llama productor al escritor y consumidor al lector. Afirma : “productor y consumidor son dos sistemas esencialmente separados. La obra es para uno, el autor, el término y para el otro, el lector, el origen de desarrollos que pueden ser tan extraños como se quieran el uno del otro. La acción del primero y la reacción del segundo no pueden nunca confundirse. Las ideas que uno y otro se hacen de la obra son incompatibles. Resultan de ello sorpresas muy frecuentes de las cuales algunas son ventajosas. Hay malentendidos creadores.” - Y luego dice, volvemos otra vez a la obra en sí misma : “Queda la obra misma, en tanto que cosa sensible. Es esa una tercera consideración, bien diferente de las otras dos. Todo lo que he dicho aquí se encierra en estas pocas palabras: la obra del espíritu no existe sino en acto.” Eso lo que decíamos : el autor en el momento de escribir , el lector en el momento de leer. Sigue : “ Fuera de este acto, lo que queda no es más que un objeto que no ofrece con el espíritu ninguna relación particular.”
Volviendo a Jitrik, sostiene : “No leemos de la misma manera, ni nos contentamos con el modo de lectura que nos precedió. Siempre habrá nuevas lecturas, porque el sentido que persigue la lectura es alejarse siempre. Cuando ya no se aleja, cuando se cosifica, no sirve para nada. Da lugar a una “monumentalización” que es propia de la relación de los poderes con la cultura : ciertos grupos que esencializan su propio ser y lo confunden con lo que es la realidad misma también para otros. Por eso la lectura es tan importante, ya que su ejercicio conduce a una relación con el sentido, que es y puede ser refrescante, que puede darse permanentemente de nuevo. Pero que, realizada de determinada manera, tiende a bloquear y a procurar una reproducción. Esta reproducción es ya un uso político de la lectura y es una tentativa del poder para fijar sentidos.” - Y concluye con algo que es fundamental para mí : “Si la lectura no es una aventura del saber, en la cual se ponen en cuestión todos los saberes anteriores, pues no es una lectura.”
Por experiencia me ha preocupado siempre, -somos por supuesto subjetivos, percibimos de acuerdo a lo que somos,- pero me ha preocupado siempre este acercamiento del lector desde su subjetividad. No se abre a lo nuevo y diferente que la obra le propone. Lo he observado muchísimas veces con preocupación. Pienso que el llegar a la lectura es para abrirse a otros modos de ver el mundo y de pensar y tendríamos que estar realmente abiertos a eso. Comúnmente, el lector pone vallas desde sus condicionamientos o prejuicios, o porque no quiere, o no llega a concebir que otro piense diferente y esto debe reverse permanentemente. Porque lo mejor que nos puede pasar es que se nos pongan en cuestión en cada lectura, todos los saberes previos ; eso seria un enriquecimiento y una maduración constante. Para eso vale la pena la lectura.
Finalmente, Noé Jitrik, que es precisamente el autor del prólogo del libro que les señalé : “¿Para que sirve la literatura ?” , de su edición argentina, ese prólogo dice: “el hecho literario es básicamente un hecho-puente entre dos conciencias. ” Recordemos el significado de la palabra conciencia: propiedad del espíritu humano de reconocerse en sus atributos esenciales. Entonces, afirma : “Es un hecho-puente entre dos conciencias que las reúne, y permite que en ese plano se produzca el estallido.”
Ahora bien, José Bravo, también en un artículo aparecido en la Revista “Tamaño Oficio”, refiriéndose específicamente a la obra teatral, pero lo adaptamos porque es lo mismo ; es decir, en este caso: obra teatral-obra literaria, espectador-lector, apela también a esta toma de conciencia , pero él nos dice que : “ tanto el autor, que puede estar buscando la eternidad, lo que busca siempre es expresar su actualidad y el lector también busca su actualidad, aun cuando lea autores de otras épocas.” Pero Bravo se pregunta, “Qué sabemos del Neo- Clásico, por ejemplo, ¿podemos abarcar esa época totalmente cuando leemos a un autor que no es contemporáneo? ¿Cuántos malentendidos se producen? Por otra parte, aun entre autores contemporáneos, ¿no se producen malentendidos? ” Entonces concluye diciendo, de una forma bastante escéptica, que : “cada espectador o lector lee su propia obra o asiste a la obra teatral que él ve. ” Pero la conclusión a la que arriba me parece muy importante porque apela a la utopía : “ La utopía permanente del arte es la toma de conciencia, y éste sería su gran vehículo, su gran motor y su gran razón de ser.”
Vamos a ahora a citar a Jean Paul Sartre, con quien coincido mucho, en este aspecto, la cita pertenece al encuentro de escritores de izquierda, al que ya me referí : “ El problema consiste en saber, qué se exige de mí como lector. ¿ Soy un medio, un colaborador o un creador ? ¿ Qué quiere decir hoy esa frase : ‘la obra es su propio fin, su propia lección.’ La obre literaria, - dice Sartre- no es un sueño, sino un trabajo. Por consiguiente, es una lucha con la realidad , con una realidad perfectamente verbal, lo reconozco, pero que no por ello deja de ofrecer la mayor resistencia.” “Y luego el autor tiene un objetivo cuando escribe, inclusive si llega a él en forma muy imperfecta.” “Si en la literatura la palabra no es simplemente un signo, sino un signo que se duplica, de todas maneras significa algo.”
“Pero el lector, dice Sartre, no volverá la espalda a la realidad sino simplemente para superar el signo material y el conjunto de los signos y dirigirse a una significación global de la obra, que es, por otra parte, el silencio, pues el lector es quien debe componer la unidad de todas las palabras que se encuentran en un libro para hacer de ellas : un objeto, un objeto que ya no es otra cosa que el silencio que rodea el lenguaje.” - Y agrega : “ Estoy de acuerdo con Simone De Beauvoir, cuando dice que lo que el autor capta es siempre una visión del mundo y no es el contenido anecdótico lo que cuenta sino, a través de ese contenido anecdótico, la captación del mundo.”
La obra es una unidad. Indudablemente, cada autor tiene una visión personal del mundo que no es la visión personal de otro autor. Borges no es Cortázar. Solemos leer en forma fragmentada, también es un poco como solemos percibir la realidad, fragmentadamente, como nos han educado, por percepciones fragmentarias. Una obra es una totalidad y, por ende, es intransferible el universo de Borges con respecto al universo de otro autor. Tendríamos que tratar de pasar a través del texto para llegar a esa visión global del universo. Por lo tanto, yo empleo la palabra del texto, es decir la historia, el argumento, y mucha gente se detiene en eso nada más, y requeriría pasar a través de él para una lectura de juicios de valores, porque toda obra es un sistema de fuerzas encontradas que se resuelven en equilibrio. Eso sería un pre-texto, la anécdota, la historia, el argumento, en el doble sentido de la palabra, pre-texto como un texto previo o como una excusa para poder decir cosas mucho más fundamentales. Y a esto indudablemente se refiere Sartre con su afirmación.
Finalmente, ¿ qué es una obra Literaria ?. Raul H. Castagnino, la ha definido muy bien : “Una obra literaria, o sea resultado de trabajo, operación, arquitectura, construcción es obra, porque exhibe una forma externa sostenida por una estructura interna o forma interior que responde a un proceso de composición. Es la estructura de un artificio o artificio ella misma. Las formas de la obra son múltiples, variables; pero, por ser obra, no pueden dejar de responder a una estructura.”
En el mismo sentido, Herbert Reed dice : “El arte es la facultad de que está dotado el hombre para separar una forma del caótico torbellino de sus sensaciones y contemplarla en su singularidad.” La obra está compuesta de formas que se van cerrando y se van abriendo a otras formas y la estructura está sosteniendo todo esto. La estructura que sostiene todo este movimiento, todo este dinamizarse de la obra, se expresa a través de una forma literaria determinada , y así podemos decir que la obra es forma. El autor se va formando al leerla y el lector también. Por ende, podríamos decir también que el estilo es un modo de formar, a través de ese trabajo de composición que hace el autor.
Termino esta charla, por lo menos en lo específico del tema, con dos afirmaciones : una de Jorge L. Borges y una del ya citado Valéry, que me gustaría que relacionáramos. Jorge L. Borges pulveriza la noción de creador, artista original y muestra el revés del tapiz literario como un tejido de textos engendrados por otros textos que a su vez producen nuevos textos, “escribir es plagiar, según Borges, consciente o inconscientemente. La única expiación posible de este error interminable, comenzado hace treinta mil años, es inventar autores que no existen y atribuirles lo que no escribieron.” Cosa que él hizo, por otra parte.
Pero de otro modo lo dice Valéry : “Una historia profundizada de la literatura, debería ser comprendida no tanto como una historia de los autores y de los accidentes de su carrera sino como una historia del espíritu, en tanto que produce o absorbe ‘literatura’, y esa historia podría llegar a ser hecha sin que ni siquiera el nombre de un escritor fuera mencionado.” Valéry se refiere a que estamos siempre escribiendo una misma historia, esta es la verdad, en procura de esa utópica toma de conciencia de la que habíamos hablado anteriormente. Y establece, Valéry, una importante distinción, “ la de las obras que son creadas por su público, del cual colma la expectación y son así determinadas por el conocimiento de ésta.” Y de las más exigentes, las de los grandes creadores, las de los genios, las obras que, por el contrario, tienden a crear su público, porque su público no estaba creado cuando fueron concebidas. Los genios suelen adelantarse a su época. Y agrega : “Todas las cuestiones y contiendas nacidas de los conflictos entre lo nuevo y la tradición, los debates sobre las convenciones, los contrastes entre “minoría” y “mayoría”, las variaciones de la crítica, la suerte de las obras en la duración y en los cambios de su valor pueden ser expuestos a partir de esta distinción.”

martes, 9 de marzo de 2010

Les dejo algo sobre Auguste Dupin, pero ...(deben buscar más)

Auguste Dupín.-
Dupin no es un detective profesional y sus motivaciones para resolver los misterios cambian a través de los tres relatos. Haciendo uso del raciocinio, combina su considerable intelecto y creatividad, incluso poniéndose a sí mismo en la mente del criminal. Estos talentos están tan desarrollados que parece leer la mente de su acompañante, el narrador anónimo de las tres historias.
Poe creó a Dupin antes incluso de que el término detective fuera conocido. No se sabe a ciencia cierta qué lo inspiró, pero el apellido Dupin parece provenir del inglés duping, engañar o timar. Este personaje sentó las bases para la creación de nuevos detectives ficticios, incluyendo a Sherlock Holmes, y estableció los elementos más comunes del género policial clásico.
1. Contexto del personaje
Dupin vive en París con su cercano amigo, el anónimo narrador de las historias. Los dos se conocieron por accidente mientras buscaban “el mismo raro y extraordinario libro” en una oscura librería de París. [2] Esta escena y la búsqueda de ambos personajes para encontrar un libro oculto sirve como metáfora para representar el descubrimiento. [3] Dupin es aficionado a los engimas, acertijos y jeroglíficos. [4] Lleva el título de Chevalier, [1] queriendo decir ello que pertenece a la Légion d'honneur.
En “Los crímenes de la calle Morgue”, Dupin investiga el asesinato de una madre y su hija en París. [5] Investiga otro asesinato en “El misterio de Marie Rogêt”. La historia se basa en la verdadera historia de Mary Rogers, una vendedora de cigarros de Manhattan cuyo cuerpo fue encontrado flotando en el Río Hudson en 1841. [6] La aparición final de Dupin, en “La carta Robada”, pone en relieve una investigación sobre una carta que le fue robada a la reina de Francia. Poe calificó a esta historia como “quizá, mi mejor historia del raciocinio”. [1]
A lo largo de las tres historias, Dupin recorre tres escenarios. En “Los crímenes de la calle Morgue” recorre las calles de la ciudad; en “El misterio de Marie Rogêt” está al aire libre, en un descampado; en “La carta robada”, en un encerrado espacio privado. [4]
2. Método
La destreza deductiva de Dupin se ve por primera vez cuando parece leer la mente del narrador, logrando esto al seguir el hilo de la conversación de los anteriores quince minutos. [7] El método de Dupin es identificarse con el criminal y adentrarse en su mente. Sabiendo cómo piensa un criminal, él puede resolver cualquier crimen. [8] Con este sistema, combina la lógica científica con la imaginación artística. [6] Como un verdadero observador, presta especial atención en aquello que nadie nota, como la indecisión, impaciencia o una casual o involuntaria palabra. [4] Dupin es retratado como una deshumanizada máquina de pensar, un hombre cuyo único interés es la lógica pura. [2]
El personaje también enfatiza la importancia de leer y escribir: muchas de las pistas provienen de leer los periódicos o de reportes escritos por el Prefecto. Este mecanismo llama la atención del lector, quien sigue adelante buscando las pistas por cuenta propia. [3]
Dupin no es realmente un detective profesional y sus motivaciones cambian en sus distintas apariciones. En “Los crímenes de la calle Morgue” investiga los asesinatos sólo para entretenerse y probar la inocencia de un hombre falsamente acusado. Él rechaza una recompensa final en esta historia. Sin embargo, en “La carta robada”, realiza la investigación para deliberadamente obtener una recompensa financiera. [9]
3. Inspiración
Poe podría haber sacado el apellido “Dupin” de un personaje de una serie de historias publicadas en la Burton's Gentleman's Magazine en 1828 llamadas “Pasajes sin publicar en la Vida de Vidocq, el Ministro Francés de la Policía” (Unpublished passages in life of Vidocq, French Minister of Police). [10] El nombre también insinúa duping, engañar o engaño, una habilidad que Dupin alardea en “La carta robada”. [2] El género policial, sin embargo, no tenía precedentes y la palabra detective aún no era usada cuando Poe presentó a Dupin. [1] El ejemplo más cercano en la ficción es Zadig de Voltaire (1748), en donde el personaje principal efectúa hazañas similares de análisis. [1] Poe también sacó provecho del interés del momento. Su uso de un orangután en “Los crímenes de la calle Morgue” fue inspirada por la reacción popular respecto a un orangután que había estado en exposición en el Masonic Hall en Filadelfia en julio de 1839. [6] En “El misterio de Marie Rogêt” se inspiró en una historia real que se había vuelto muy popular. [6]
4. Influencia e importancia literaria



Sherlock Holmes fue uno de los detectives ficticios influenciados por Dupin.
Dupin es generalmente reconocido como el primer detective en la ficción. El personaje sirvió como prototipo para muchos otros que fueron creados más tarde, incluyendo a Sherlock Holmes de Arthur Conan Doyle y Hércules Poirot de Agatha Christie. [5] Doyle una vez dijo: “Cada uno [de los relatos policiales de Poe] es una raíz de donde se ha desarrollado una literatura completa... ¿dónde estaban las historias de detectives hasta que Poe sopló sobre ellas el aliento de la vida?”
Muchos tropos que luego llegarían a ser corrientes en las novelas policiales aparecieron primero en los relatos de Poe: el excéntrico pero brillante detective, el policía incompetente, la narración en primera persona por un amigo cercano. Dupin también inicia el mecanismo de narración donde el detective anuncia su solución y luego explica el razonamiento que lo condujo a ello. Al igual que Sherlock Holmes, Dupin usa su considerable destreza y observación para resolver crímenes. Poe también representa a la policía en una manera incompasiva como una especie de antítesis del detective. [12]
El personaje ayudó a establecer el género policial, distinto del de misterio, con especial énfasis en el análisis y no al sistema de intento y error. Brander Matthews decía que “el verdadero cuento policial como lo concibió Poe no se basa en el misterio en sí, sino más bien en los sucesivos pasos que permiten al observador analítico resolver el problema que podrían ser desechados por cualquier ser humano”. [13] De hecho, en las tres historias protagonizadas por Dupin, Poe creó tres tipos de cuentos policiales, los cuales establecieron un modelo para todas las futuras historias: el físico ("Los crímenes de la calle Morgue"), el mental ("El misterio de Marie Rogêt"), y una versión equilibrada de ambas ("La carta robada").

Cuento "El misterio del valle de Boscombe".

El misterio del Valle de Boscombe
[Cuento. Texto completo]

Arthur Conan Doyle
Estábamos tomando el desayuno una mañana mi mujer y yo, cuando la doncella me entregó un telegrama. Era de Sherlock Holmes y decía lo siguiente:

"¿Tiene un par de días libres? Acabo de recibir un telegrama del oeste de Inglaterra, vinculado con la tragedia del valle de Boscombe. Me encantaría que viniera conmigo. Tiempo y panorama perfectos. Salgo de Paddington a las 11:15"

-¿Qué dices, querido? -me preguntó mi mujer, mirándome-. ¿Irás?

-Realmente no sé qué decir. Mi lista de pacientes es bastante extensa.

-Si es por eso, Anstruther puede reemplazarte. Últimamente te noto un poco pálido. Me parece que un cambio de aire te haría bien. Además, siempre te han interesado los casos del señor Sherlock Holmes.

-Sería un ingrato si dijera lo contrario, cuando veo todo lo que he aprendido con ellos. Pero si tengo que ir, debo hacer la valija en seguida pues sólo dispongo de media hora.

Mi experiencia de la vida en el campamento de Afganistán tuvo, por lo menos, la consecuencia, de convertirme en un viajero dispuesto a partir al instante. Necesitaba pocas cosas, y sencillas, de modo que en menos tiempo del calculado me encontraba ya en un coche con mi valija, camino a la estación de Paddington. Sherlock Holmes se paseaba de un lado a otro por el andén y su cuerpo parecía aún más alto y enjuto a causa de su larga capa de viajero y su ajustada gorra de paño.

-Ha sido muy amable en venir, Watson. Para mí representa una diferencia notable tener a alguien en quien confiar. Las informaciones de las personas que viven en el lugar del hecho siempre resultan de escaso valor o están influidas por consideraciones personales. Ubíquese en el compartimiento del rincón, mientras voy a sacar los boletos.

Estábamos los dos solos, pero Holmes ocupó casi por entero el coche con una pila de periódicos. Uno a uno fue leyéndolos detenidamente, tomando de tanto en tanto apuntes y reflexionando sobre algunos detalles hasta que dejamos atrás la estación de Reading. De pronto hizo un bollo con todos ellos y lo depositó en el portaequipajes.

-¿Oyó hablar algo del caso? -me preguntó.

-Ni una palabra. Hace días que no leo un diario.

-La prensa londinense no ha dado un relato completo. Acabo de echar un vistazo a los periódicos más recientes a fin de conocer los detalles. Por lo que colijo, parece ser uno de esos casos sencillos que resultan extremadamente difíciles.

-Eso suena un tanto paradójico.

-Pero es profundamente cierto. Casi siempre lo singular constituye una clave. Cuanto más insignificante y vulgar es un delito tanto más difícil es resolverlo. Sin embargo, en el caso actual parece que existen evidencias muy serias en contra del hijo de la persona asesinada.

-¿Se trata de un asesinato, entonces?

-Por lo menos así se conjetura. No doy nada por sentado hasta que haya tenido la oportunidad de examinar personalmente el asunto. Se lo explicaré en pocas palabras, según los datos que poseo. El valle de Boscombe es una zona campestre, no muy distante de Ross, en el Herefordshire. El principal terrateniente es un tal John Turner, que ganó dinero en Australia y regresó hace algunos años. Una de las granjas de su propiedad, la de Hatherley, la arrendaba al señor Charles McCarthy, quien también pasó un tiempo en Australia. Los dos se habían conocido en las colonias, por lo que era lógico que, al venir a instalarse aquí, vivieran lo más cerca posible uno del otro. A primera vista, el más rico era Turner, por lo que McCarthy pasó a depender de él aunque, según parece, ambos siguieron en pie de perfecta igualdad y se los solía ver juntos con mucha frecuencia. Los dos habían enviudado. McCarthy tenía un hijo, un muchacho de dieciocho años, y Turner tiene una hija única de la misma edad. Parece que los dos hombres evitaban el trato de las familias inglesas de la zona y llevaban una vida retirada, si bien los dos McCarthy era aficionados al deporte, viéndoseles a menudo en las carreras de caballos de la vecindad. McCarthy tenía dos criados, un hombre y una muchacha. Turner poseía abundante servidumbre, por lo menos una media docena de personas. Eso es cuanto he podido saber de las dos familias. Ahora veamos los hechos. El 3 de junio, o sea el lunes pasado, McCarthy salió de su casa de Hatherley a eso de las tres de la tarde y se dirigió a la laguna de Boscombe, un pequeño lago, formado por las aguas que se desbordan del arroyo que recorre el valle. Había salido por la mañana con su criado y díchole que debía darse prisa pues estaba citado a las tres para una entrevista importante, De esa cita no regresó con vida.

“Desde la granja de Hatherley hasta la laguna de Boscombe hay un cuarto de milla y dos personas lo vieron pasar por ese camino. Una de ellas es una anciana, cuyo nombre no se menciona, y la otra William Crowder, guarda de caza al servicio del señor Turner. Los dos declararon que el señor McCarthy caminaba solo. El guarda agrega que, minutos después de haber visto pasar a McCarthy, notó que su hijo, James McCarthy, se dirigía en la misma dirección, con una escopeta bajo el brazo. Según Crowder, el padre estaba al alcance de la vista y el hijo lo seguía. No pensó más en el asunto hasta que oyó, por la noche, la tragedia que había ocurrido. Inclusive hubo quienes vieron al padre y al hijo después que el guarda de caza los perdió de vista. La laguna de Boscombe está rodeada por una espesa foresta, con una franja de pasto y juncos en la orilla. Una niña de catorce años, llamada Patience Moran, hija del cuidador de la finca de Boscombe, se encontraba en uno de los bosques recogiendo flores. De acuerdo con su declaración, mientras se hallaba en ese lugar, vio al señor McCarthy y a su hijo al borde del bosque, junto al lago, y que los dos, según le pareció, estaban disputando violentamente. Por lo que pudo oír, el señor McCarthy usaba un lenguaje muy rudo con el hijo, y la niña vio a este último levantar la mano como si fuera a pegar al padre. Se asustó tanto que salió huyendo, hacia su casa, para contarle a su madre que había dejado a los dos McCarthy riñendo cerca de la laguna y que temía que fueran a pelearse. No bien acabó de decir estas palabras cuando apareció el joven McCarthy y dijo que había encontrado muerto a su padre en el bosque y pedía ayuda al señor Moran, cuidador del pabellón de la finca. Estaba muy nervioso y no tenía la escopeta ni el sombrero. En la mano y en la manga derecha se veían manchas de sangre fresca. Partieron con él y hallaron el cadáver tendido en el pasto, cerca de la laguna. La cabeza había sido golpeada repetidas veces con un arma pesada y sin filo. Las heridas bien podían haber sido causadas con la culeta de la escopeta del hijo, y ésta fue hallada sobre el pasto a pocos pasos del cadáver. Dadas esas circunstancias se detuvo inmediatamente al joven y como en la investigación practicada el martes se dio el veredicto de "asesinato voluntario", el miércoles debió comparecer ante los magistrados de Ross, quienes transfirieron el caso a los tribunales para ser tratados en la próxima sesión. Estos son los hechos principales tal cual fueron expuestos ante las autoridades que intervienen en causas por asesinato.

-Difícilmente podría imaginarme yo un caso más complicado -observé-. Nunca una prueba circunstancial apunta en forma tan directa a un criminal como en éste.

-La prueba circunstancial es algo muy engañoso -contestó Holmes pensativo-. Puede que señale directamente a una cosa, pero si usted apunta hacia otra dirección encontrará, lo mismo, algo muy distinto. Hay que admitir, sin embargo, que el caso parece en extremo peligroso para el joven y es muy posible que de veras sea culpable. Hay algunas personas en la zona, entre ellas la señorita Turner, hija del terrateniente vecino, que creen en su inocencia y han llamado a Lestrade para que investigue el caso en su interés. Lestrade no ha podido resolverlo todavía y ésta es la razón por la que dos caballeros de edad mediana viajan ahora en dirección oeste a cincuenta millas por ahora en lugar de estar digiriendo tranquilamente el desayuno en sus respectivas casas.

-Los hechos son tan evidentes que la solución del caso le reportará poca fama a usted -le dije.

-No hay nada más engañador que un hecho evidente -me contestó riendo-. Además, tal vez tengamos la oportunidad de ver otros hechos evidentes que no le habrán resultado así al señor Lestrade. De sobra me conoce usted para creer que alardeo cuando digo que confirmaré o destruiré su teoría valiéndome de medios que él es totalmente incapaz de emplear e inclusive de comprender. Para citar el primer ejemplo que tengo a mano, percibo con claridad que la ventana de su dormitorio, Watson, está a su derecha y me pregunto si Lestrade se habría dado cuenta de algo tan evidente como eso.

-¿Cómo diablos...?

-Mi querido amigo, lo conozco a usted bien. Sé la pulcritud militar que lo caracteriza. Usted se afeita todas las mañanas y en esta época lo hace a la luz del día. Pero veo que el lado izquierdo de su cara está menos bien afeitado que el derecho, lo que significa que esa mejilla recibió menos luz que la otra. Lo digo a manera de ejemplo trivial de observación y deducción. En eso consiste mi oficio y es posible que pueda servirme de utilidad en la investigación que voy a llevar a cabo. En el informe policial hay uno o dos puntos de menor importancia que valdrá la pena tener en cuenta.

-¿Cuáles son?

-Parece que el arresto del muchacho no se produjo en seguida sino después de haber regresado a la granja de Hatherley. Cuando el inspector le informó que estaba detenido manifestó que la noticia no lo sorprendía y que, en realidad, era lo que se merecía. Esta declaración produjo el efecto natural de alejar cualquier duda en los miembros del jurado.

-Eso fue una confesión -exclamé.

-No porque a continuación siguió una protesta de inocencia.

-La observación, por lo menos, fue sospechosa, pues remataba toda una serie de sucesos condenatorios.

-Por el contrario -dijo Holmes-, me parece que constituye el único punto luminoso entre tantos nubarrones. Por inocente que sea el joven, no creo que haya sido tan imbécil de no ver que las circunstancias se tornaban cada vez más adversas para él. De haberse mostrado sorprendido cuando lo detuvieron, o fingido indignación, tal actitud lo habría convertido en altamente sospechoso, pues su sorpresa o ira no habrían resultado naturales bajo esas circunstancias y hasta podrían haber sido la mejor actitud a tomar por parte de un hombre tan calculador. Su franco modo de proceder ante el evento sería una señal de su inocencia o de su firmeza y dominio de sí propio. En cuanto a su observación de que lo tenía merecido, también resulta lógica si recapacita usted que estuvo junto al cadáver de su padre y no queda duda alguna de que ese día olvidó sus deberes filiales hasta el punto de insolentarse de palabra y, según lo declarado por la niña -cuya exposición reviste tanta importancia-, hasta llegó a levantar la mano como para pegarle. Que él mismo se reprochara su conducta y se mostrara contrito me parecen signos de una mente sana más bien que de una culpable.

-Muchos han sido ahorcados con pruebas menos evidentes -observé.

-Es cierto, y muchos han sido ahorcados injustamente.

-¿Cuál es la declaración del muchacho sobre este asunto?

-Me temo que no sea muy alentadora para quienes están a su favor, si bien existen uno o dos puntos sugestivos. Aquí la tiene. Léala.

Del montón de diarios sacó un ejemplar del periódico de Hereford-shire, y dando vuelta una hoja señaló un párrafo en el que el desdichado joven daba su propio informe de lo ocurrido. Me instalé en el rincón del compartimiento y leí este pasaje:

"Luego fue llamado a declarar el señor James McCarthy, hijo único del muerto, quien manifestó lo siguiente: Estuve ausente de casa tres días, en Bristol, y acababa de regresar la mañana del lunes pasado, o sea el 3. Cuando llegué mi padre no estaba en casa y la doncella me informó que había salido en coche hacia Ross con John Cobb, el caballerizo. Poco después de regresar oí las ruedas del vehículo en la explanada del patio y mirando a través de la ventana lo vi descender y salir rápidamente, sin saber en qué dirección iba. Tomé entonces la escopeta y me fui a pasear a la laguna de Boscombe, con la intención de visitar las conejeras que se encuentran del otro lado. En el camino vi a William Crowder, el guarda de caza, como ha declarado él en su exposición, pero se equivoca si cree que yo seguía a mi padre. No tenía la menor idea de que estaba delante de mí. Cuando me encontraba a unas cien yardas de la laguna oí el grito de ¡Cuii! que mi padre y yo usábamos por lo general para llamarnos. Me apresuré y lo vi de pie junto a la laguna. Pareció sorprenderse mucho al verme y me preguntó, con un tono bastante áspero, qué estaba haciendo yo ahí. La conversación subió de tono y casi llegamos a los golpes, pues mi padre tenía un carácter muy violento. Al ver que no podía controlarse lo dejé y regresé hacia la granja Hatherley. No había andado más que unas ciento cincuenta yardas cuando oí un grito espantoso a mis espaldas, lo que me hizo regresar corriendo. Encontré a mi padre agonizando en el suelo, con una profunda herida en la cabeza. Dejé caer mi escopeta y lo sostuve en mis brazos, pero murió casi en seguida. Me arrodillé junto a él unos minutos y luego me dirigí en busca del guarda del pabellón del señor Turner, pues su casa era la más próxima, con el fin de pedirle ayuda. Cuando regresé no había nadie junto a mi padre y no tengo la menor idea de quién puede haberle causado las heridas mortales. No era un hombre que se hacía querer pues su modo de ser era frío y altanero. Pero, que yo sepa, no tenía enemigos declarados. Eso es todo lo que sé del asunto.

OFICIAL INSPECTOR: ¿Le hizo su padre alguna declaración antes de morir?

TESTIGO: Musitó unas palabras pero sólo pude entender algo parecido a rat.

INSPECTOR: ¿Qué entendió usted por esa palabra?

TESTIGO: Para mí no tenía sentido alguno. Me pareció que estaba delirando.

INSPECTOR: ¿Cuál fue el motivo por el que usted y su padre riñeron?

TESTIGO: Preferiría no contestar.

INSPECTOR: Me veré obligado a insistir.

TESTIGO: Me resulta imposible decírselo. Puedo asegurarle que nada tiene que ver con la tragedia que ocurrió después.

INSPECTOR: Eso lo decidirá la justicia. No necesito explicarle que su negativa en contestar perjudicará su causa en gran medida en los futuros procedimientos que se realicen.

TESTIGO: A pesar de eso, rehuso contestar.

INSPECTOR: Tengo entendido que el grito de cuii era una señal establecida entre usted y su padre, ¿verdad?

INSPECTOR: ¿Cómo es posible, entonces que su padre lo emitiera antes de verlo a usted e inclusive antes de que supiera que usted había regresado ya de Bristol?

TESTIGO: (Con gran confusión) No sé.

INSPECTOR: ¿No notó usted nada que le hiciera entrar en sospechas cuando regresó al oír el grito y encontrar a su padre mortalmente herido?

TESTIGO: Nada concreto.

INSPECTOR: ¿Qué quiere decir con eso?

TESTIGO: Cuando volví hacia donde se encontraba mi padre estaba tan perturbado y nervioso que lo único en lo que pensé fue en él. Con todo, tengo una vaga sensación de que al regresar corriendo vi una cosa en el suelo, a mi izquierda, algo que me pareció de color gris, una especie de chaqueta o de capa escocesa. Cuando me incorporé junto a mi padre miré alrededor, pero ya había desaparecido.

INSPECTOR: ¿Quiere decir que desapareció antes de que usted corriera en busca de socorro?

TESTIGO: Sí.

INSPECTOR: ¿Y no puede decir de qué se trataba?

TESTIGO: No, sólo tuve la sensación de que ahí había algo.

INSPECTOR: ¿A que distancia del cadáver?

TESTIGO: Aproximadamente unas doce yardas.

INSPECTOR: ¿Y a qué distancia de la orilla del bosque?

TESTIGO: Casi la misma.

INSPECTOR: Por lo tanto, si alguien la quitó de ese lugar el hecho debió de ocurrir cuando usted se encontraba a la distancia de unas doce yardas, ¿verdad?

TESTIGO: Sí, pero vuelto de espaldas."

Con esto se dio por terminado el interrogatorio del testigo.

-Por lo que veo -dije echando un vistazo a la columna-, el inspector estuvo bastante severo con el joven McCarthy en sus observaciones finales Con toda razón le llamó la atención respecto a la discrepancia entre el hecho de haberle dado su padre la señal convenida antes de verlo; en su negativa por suministrar los detalles de su conversación, y en las misteriosas palabras que pronunció e! moribundo. Como observa el inspector, todo ello va en contra del hijo

Holmes rió suavemente por lo bajo y se recostó sobre el asiento acolchado, diciéndome:

-Tanto usted como el inspector se han tomado el trabajo de señalar los puntos más fuertes en favor del joven, ¿Se da cuenta de que unas veces le conceden demasiada imaginación y otras muy poca? Muy poca si no fue capaz de inventar un motivo de disputa que atrajera sobre él la simpatía del jurado; demasiado, si de lo hondo de su conciencia sólo pudo sacar algo tan rebuscado como la referencia del moribundo a una rata, rat, y el episodio de la capa o chaqueta que desapareció sola. No, señor, yo enfocaré este caso desde el punto de vista de que lo dicho por el joven es verdad. Luego veremos adonde nos lleva esta hipótesis. Y basta por ahora. Aquí tengo mi Petrarca de bolsillo. No diré una sola palabra más hasta que estemos en el lugar de la acción. Almorzaremos en Swindon y, por lo que veo, ya estamos a veinte minutos de esa estación.

Eran casi las cuatro cuando, después de haber pasado por el bello valle de Stroud y atravesado el ancho y resplandeciente Severn, llegamos por fin a la bonita población campesina de Ross. Nos esperaba en el andén un hombre flaco, de aspecto de hurón y mirada furtiva y taimada. Pese a su guardapolvo de color castaño y polainas de cuero que se había puesto como deferencia al rústico lugar, no tuve dificultad alguna de reconocer en él a Lestrade, de Scotland Yard. Nos dirigimos con él en un coche hasta El Escudo, de Hereford, donde se nos había reservado una habitación.

-He pedido un carruaje -dijo Lestrade cuando nos sentamos a beber una taza de té-. Conozco su carácter enérgico y sé que no quedará satisfecho hasta no encontrarse en el lugar del crimen.

-Ha sido muy atento de su parte -contestó Holmes-. Se trata sólo de la presión barométrica.

-No entiendo qué quiere decir con ello -dijo Lestrade, perplejo.

-¿Cuánto marca el barómetro? Veintinueve, según veo. No sopla el viento y no se ve una nube en el cielo. Traje una caja de cigarrillos, que están pidiendo que los fumemos, y el sofá es muy superior a los que suelen verse en los abominables hoteles de campo. No creo que utilice el carruaje esta noche.

Lestrade se rió con indulgencia, y agregó:

-Sin duda ya se ha formado usted sus conclusiones a través de los periódicos. El caso es tan claro como el agua y cuánto más de cerca se lo ve tanto más sencillo aparece. Desde luego, es imposible rehusar el pedido de una dama, especialmente cuando ésta se muestra tan terminante. Ella había oído hablar de usted y quiere tener su opinión, por más que yo insistí varias veces en decirle que no habría nada que usted pudiera hacer que no lo hubiera hecho yo antes. ¡Pero qué veo! jAquí llega la dama en su coche!.

No bien terminó de decir esas palabras cuando se precipitó en la habitación una de las jóvenes más encantadoras que he visto en mi vida: brillantes ojos de color de las violetas; labios entreabiertos; mejillas de un suave color rosado, todo en ella mostraba que su natural reserva había sido vencida por la agitación y la preocupación.

-¡Oh! ¡Señor Sherlock Holmes! -exclamó, mirándonos a uno y otro, hasta que finalmente su intuición femenina dio con mi amigo-. Me siento muy feliz con su llegada. Vine expresamente a decirle que estoy segura de que James no cometió ese crimen. Lo sé y quiero que usted también comience su investigación con ese convencimiento. No dude de ello. Somos amigos desde niños y conozco sus defectos mejor que nadie. Pero es demasiado tierno y sería incapaz de hacerle daño a una mosca. La acusación que pesa sobre él es absurda para quien lo conozca.

-Confío en que todo se aclarará para bien de usted, señorita Turner -dijo Holmes-. En lo que a mí respecta, haré todo lo posible para probar la inocencia del joven McCarthy.

-Usted ha leído ya los informes. ¿Ha llegado a alguna conclusión? ¿Ve alguna escapatoria? ¿No cree también que es inocente?

-Creo que es muy probable que lo sea.

-¿Ha visto? -exclamó girando su cabeza y mirando en forma desafiante a Lestrade-. Ya lo oye. El señor Sherlock Holmes me da esperanzas.

Lestrade se encogió de hombros, diciendo:

-Temo que mi colega haya formulado sus conclusiones en forma precipitada.

-Pero tiene razón. ¡Oh! Sé que está en lo cierto. James no cometió ese crimen, y en cuanto a la disputa con el padre estoy segura de que el motivo que lo impulsa a no hablar de ello con el inspector es porque se trata de mí.

-¿En qué sentido? -preguntó Holmes.

-Creo que no es éste el momento de ocultar nada. James y su padre tuvieron muchos desacuerdos por mi culpa. El señor McCarthy tenía muchísimo interés en que nos casáramos. James y yo nos queríamos como hermanos, pero él es demasiado joven y no sabe mucho de la vida y... y..., pues bien, no deseaba casarse por ahora. Estoy convencida de que la discusión con su padre no fue más que una de las tantas por ese mismo motivo.

-¿Y su padre, señorita Turner, estaba en favor de esa unión? -preguntó Holmes.

- No, tampoco él era partidario. El único que no se mostraba contrario a nuestro casamiento era el señor McCarthy.

Un súbito rubor cubrió el semblante fresco de la joven cuando Holmes le dirigió una de sus miradas penetrantes e interrogativas.

-Gracias por su información -agregó- ¿Podría yo ver a su padre mañana?

-Temo que el médico se lo impida.

-¿El médico?

-Sí, ¿no se ha enterado usted? En estos últimos años mi padre no se siente bien de salud y este suceso lo ha quebrantado por completo. Ahora está en cama. El doctor Willows dice que su estado es serio pues ha quedado con los nervios destrozados. El señor McCarthy era el único hombre, de los que conocieron a papá en sus viejos tiempos de Victoria, que todavía vivía.

- ¡Ah! ¡De Victoria! Es ese un dato importante.

-Sí, en las minas.

-Perfectamente, en las minas de oro, donde tengo entendido que el señor Turner hizo una fortuna.

-En efecto.

-Gracias, señorita Turner. Me ha prestado usted valiosa información.

-Si mañana tiene alguna noticia comuníquemela. Sin duda irá a la cárcel a ver a James. Si lo hace, dígale que estoy segura de su inocencia.

-Lo haré, señorita Turner.

-Ahora tengo que irme a casa. Como le dije, mi padre está muy enfermo y me extraña cuando lo dejo. Adiós y que el Señor lo ayude en su empresa.

Salió de la habitación en la misma forma impulsiva con que había entrado. Oímos el ruido del coche que se alejaba calle abajo.

-Estoy avergonzado de usted, Holmes -dijo Lestrade con dignidad después, de algunos minutos de silencio-. ¿Por qué le hace concebir esperanzas que usted mismo tendrá luego que derribar? Yo no tengo un corazón demasiado tierno, pero lo que hace me parece una crueldad.

-Creo que ya sé cuál es el camino para poner en libertad a James McCarthy -dijo Holmes-. ¿Tiene usted una orden para visitarlo en la prisión?

-Sí, pero sólo para usted y para mí.

-¿Tenemos aún tiempo de tomar el tren para Hereford y verlo esta noche?

-Más que suficiente.

-Vayamos, entonces, Watson; temo que para usted el tiempo pasará muy lentamente, pero sólo estaré ausente un par de horas.

Caminé con ellos hasta la estación y luego me dediqué a pasear por las calles del pueblito, y regresé por último al hotel, donde me tendí en el sofá y procuré entretenerme con una novela de intriga. Sin embargo, la endeble trama de mi lectura resultaba insignificante en comparación con el profundo misterio que nos rodeaba. Continuamente pasaba yo de la ficción a la realidad hasta que terminé por arrojarla a un rincón y me puse a recapacitar en los acontecimientos del día. Supongamos que el joven haya dicho la verdad; entonces, ¿qué hecho demoníaco, qué calamidad totalmente imprevista y extraordinaria ocurrió entre el momento en que se separó de su padre y aquel otro en que, atraído por los gritos de la víctima, llegó al borde de la laguna? ¿Qué pudo ser? ¿No descubrirán algo mis instintos de médico en la índole de las heridas? Tiré de la campanilla y pedí el periódico semanal del condado, donde figuraba el relato textual de la investigación. Según el informe del médico el tercio posterior del parietal izquierdo y la mitad izquierda del occipital presentaban una fractura causada por un arma sin filo. Me toqué en la cabeza ese lugar. Evidentemente, un golpe semejante debió de haber sido dado por detrás. Hasta cierto punto, aquello se presentaba favorable al acusado, pues cuando se lo vio discutiendo con el padre, los dos estaban frente a frente. Con todo, esa circunstancia no quería decir mucho pues pudiera haber ocurrido que el padre se hubiera dado vuelta antes de recibir el golpe. Pese a ello, valía la pena llamar la atención de Holmes en ese sentido. Después figuraba esa curiosa palabra rat. ¿Qué querría decir? No era posible atribuirla a que estuviera delirando. No es común que un hombre delire en esas circunstancias. No, lo más probable es que tratara de explicar quién lo había atacado. Pero, ¿por qué dijo esa palabra? Me devané los sesos en buscar de alguna explicación posible. A continuación se mencionaba el incidente de la prenda de color gris que vio el joven McCarthy. Si lo que dijo éste era verdad, entonces el asesino debió de perder alguna de sus ropas al huir, quizá el abrigo, y tuvo el coraje de volver a buscarlo cuando el hijo estaba arrodillado de espaldas a una distancia de no más de doce pasos. ¡Qué tejido de misterios e improbabilidades era todo el asunto! No me extrañaba la opinión de Lestrade pero, al mismo tiempo, tenía tanta fe en la perspicacia de Sherlock Holmes que no perdía la esperanza, pues cada hecho nuevo parecía reforzar su convencimiento de que el joven McCarthy era inocente.

Sherlock Holmes regresó tarde y vino solo pues Lestrade se hospedaba en la ciudad.

-El barómetro sigue todavía muy alto -observó al mismo tiempo que se sentaba-. Es importante que no llueva antes de que podamos llegar al lugar del hecho. Por otra parte, cuando se está frente a un trabajo como éste, conviene encontrarse en las mejores condiciones, y yo no quisiera ir ahora, cansado por el largo viaje que acabo de hacer. He visto al joven McCarthy.

-¿Y qué sacó de esa entrevista?

-Nada.

-¿No le arrojó ninguna luz sobre el asunto?

-Ninguna. Estuve por creer en un momento que sabía quién cometió el crimen y lo ocultaba, pero ahora estoy persuadido de que él está tan confundido como los demás. No es un muchacho muy despierto aunque bien parecido, y creo que de buen corazón.

-No puedo admirar los gustos del joven -comenté- si es cierto que no quería casarse con una muchacha tan encantadora como la señorita Turner.

-¡Ah! ¡Ahí es donde interviene una historia más bien penosa. El muchacho está locamente enamorado de ella, pero hace unos dos años, cuando no era casi más que un mocito y antes de volver a encontrarse con ella, pues la señorita Turner estuvo pupila cinco años en un colegio, ¿qué es lo que hace este idiota sino dejarse atrapar por una camarera de Bristol y casarse con ella en un registro civil? Nadie sabe una palabra del asunto, pero puede imaginarse cómo se siente él por haber cometido esa locura en un momento de arrebato. Y fue un arrebato de esa índole lo que lo impulsó a levantar las manos cuando su padre, en la última entrevista que tuvieron, lo azuzó para que se declarase a la señorita Turner. Por otra parte, no dispone de medios para mantenerse y su padre, que en todo sentido era un hombre duro, habría roto del todo con él si hubiese sabido la verdad. Fue con esa camarera con quien pasó en Bristol los últimos tres días, cosa que ignoraba el padre. Fíjese en ese detalle porque reviste importancia. Sin embargo, el mal ha producido un bien pues la camarera, al enterarse por los periódicos de que el joven está envuelto seriamente en un lío y es probable que lo ahorquen, ha roto definitivamente diciéndole que tiene ya un marido en los astilleros de las Bermudas, de modo que no existe entre ellos vínculo alguno. Me parece que esta pequeña noticia ha servido de consuelo al joven McCarthy por todo lo que ha sufrido.

-Pero si es inocente, ¿quién cometió el crimen?

-¡Ah! ¿Quién? Quiero llamar muy especialmente su atención sobre dos puntos. El primero es que el hombre asesinado tenía una cita con alguien en la laguna y este alguien no podía ser su hijo, porque el muchacho estaba lejos y el padre ignoraba cuándo volvería. El segundo es que la víctima oyó el grito de ¡Cuii! antes de saber que su hijo había vuelto. Esos son los dos puntos sobre los que depende el caso. Hablemos ahora de George Meredith1 si le parece bien, y dejemos para mañana todos los hechos de menor importancia.

Tal cual lo había pronosticado Holmes, no llovió y el día amaneció brillante y despejado. A las nueve nos vino a buscar Lestrade con el coche y partimos hacia la granja Hatherley y la laguna de Boscombe.

-Hay noticias serias esta mañana -observó Lestrade-. Se dice que el señor Turner está tan enfermo que se desespera de salvar su vida.

-Presumo que es un hombre de edad avanzada, ¿verdad? - preguntó Holmes.

-De unos sesenta años, pero su organismo se debilitó cuando vivió en el extranjero. De un tiempo a esta parte su salud ha decaído. Este asunto ha tenido un pésimo efecto sobre él. Era un viejo amigo de McCarthy y, hasta puedo agregar, Turner ayudó muchísimo a McCarthy pues tengo entendido que le dio la granja Hatherley libre de rentas.

-¿De veras? ¡Qué interesante! -dijo Holmes.

-¡Oh, sí! Lo ayudó de cien maneras distintas. Todo el mundo habla aquí de lo bueno que era con él.

-¿Y no le parece a usted un poco raro que este McCarthy, que poseía tan poco y estaba tan obligado con Turner, persistiese en casar a su hijo con la hija de Turner, la cual como es de suponer, heredará la propiedad? ¿Cómo es posible que planteara las cosas de modo que el hijo se declarara a la joven y lo demás siguiera su curso? El hecho resulta aún más extraño por cuanto sabemos que el mismo Turner se oponía a esa idea. En este sentido la hija nos ha ilustrado bastante. ¿No deduce nada de todo ello?

-Llegamos ya a las deducciones y las inferencias -dijo Lestrade, guiñándome el ojo-. Bastante trabajo me causa afrontar los hechos sin necesidad de ir en pos de teorías y fantasías.

-Tiene razón -dijo Holmes con fingida seriedad-. Bastante trabajo le dan a usted los hechos.

-De cualquier manera tengo uno que, según parece a usted le cuesta mucho encontrar -contestó Lestrade acalorado

-¿Y es...?

-Que el señor McCarthy padre fue asesinado por el señor McCarthy hijo y todas las teorías en contrario no son más que fantasías de un lunático.

-Pues verá usted, la luna brilla más que la niebla -dijo Holmes, riéndose- Pero, si no me equivoco, eso que está a la izquierda es la granja Hatherley

-Efectivamente.

Era una casa amplia, de aspecto confortable, de dos pisos, con tejado de pizarra y grandes manchas amarillas de liquen en sus muros grises. Las cortinas corridas y las chimeneas sin humo le daban un aspecto extraño, como si pesara sobre ella todo el horror de lo que había acontecido. Llamamos a la puerta y la doncella, a pedido de Holmes, nos mostró las botas que llevaba su amo cuando lo mataron, además de otro par perteneciente al hijo, si bien no el que calzaba el día del crimen. Después de haberlas observado minuciosamente, Holmes quiso ir al corral y de ahí pasamos, atravesando un sendero sinuoso, a la laguna de Boscombe.

Sherlock Holmes, como ocurría cada vez que estaba frente a hechos nuevos, se transformó. Quienes sólo conocían al tranquilo pensador y razonador de Baker Street, difícilmente lo habrían reconocido. Su cara se encendía por momentos y en otros se ensombrecía. Sus cejas se apretaban en dos líneas duras y negras por debajo de las cuales brillaban sus ojos con destellos de acero. Inclinaba la cara hacia el suelo, arqueaba los hombros, comprimía los labios y en su cuello largo y tenso sobresalían las venas como cuerdas de un látigo. Las ventanas de su nariz parecían dilatarse con un placer por la caza puramente animal y su mente estaba tan concentrada en el problema que tenía delante, que a cualquier pregunta u observación que se le hiciera no le prestaba la menor atención o, en el mejor de los casos, sólo provocaba en él un ligero e impaciente gruñido a modo de respuesta. Avanzó rápida y silenciosamente a lo largo del sendero que corría entre las praderas el cual, después de atravesar los árboles, desembocaba en la laguna de Boscombe. Como toda la región, era esa una zona húmeda y pantanosa y se veían huellas de muchos pies, tanto en el sendero como en el pasto corto que había a ambos lados de éste. Por momentos Holmes se apresuraba; otros se paraba en seco y en una oportunidad hizo un pequeño rodeo por el interior de la pradera. Lestrade y yo caminábamos detrás; el detective, con una actitud indiferente y desdeñosa, mientras yo observaba a mi amigo convencido de que cada uno de sus movimientos se dirigía a un fin preciso.

La laguna de Boscombe, una pequeña extensión de agua, de unas cincuenta yardas, rodeada de un cañaveral, se hallaba entre los límites que separaban la granja Hatherley y el parque privado del acaudalado señor Turner. Por encima de los bosques lejanos se veían los rojos y sobresalientes pináculos de la residencia del rico propietario. En el lado de la laguna correspondiente a Hatherley, los árboles se espesaban y había un estrecho cinturón de hierbas empapada, de unos veinte pasos, que se extendía entre el borde del bosque y el cañaveral junto al lago. Lestrade nos mostró el lugar exacto donde se encontró el cadáver; el terreno estaba tan húmedo que vi con toda nitidez las huellas que habían quedado al caer el hombre asesinado. Como pude darme cuenta por la expresión ansiosa y la mirada penetrante de Holmes, había muchas cosas más que se podían leer en esa hierba pisoteada. Corrió de un lado a otro, como un perro que persigue un determinado olor, y luego se volvió hacia mi acompañante.

-¿Por qué se metió en la laguna? -le preguntó.

-Estuve pescando con un rastrillo. Pensé que acaso hubiera un arma u otras huellas. Pero ¿cómo diablos...?

-Bueno..., bueno..., no tengo tiempo. Por todas partes veo las huellas que ha dejado su pie izquierdo. Son inconfundibles porque presentan un ligero retorcimiento hacia adentro. Hasta un topo podría seguirlas... Ahí desaparecen entre los juncos. ¡Oh! ¡Cuánto más sencillo habría sido todo si yo hubiera llegado antes de que pasara esa manada de búfalos que ha pisoteado todo cuanto hay! Por aquí vino el grupo que acompañaba al guarda del pabellón. Se ven las huellas en una extensión de seis u ocho pies alrededor de donde estaba el cadáver. Aquí hay tres del mismo pie.

Sacó la lupa y, a fin de observar mejor, se tendió sobre su impermeable hablando más consigo mismo que con nosotros.

-Estas marcas pertenecen a los pies del joven McCarthy. Caminó dos veces y en otra corrió a toda velocidad. Se nota porque han quedado bien impresas las huellas de las suelas y apenas se ven las de los tacones. Esto da fe de su declaración. Corrió al ver a su padre en el suelo. Aquí se ven las pisadas del padre cuando se paseaba de un lado a otro. Y esto... ¿qué es, entonces? Es la culata de la escopeta, cuando el hijo estaba de pie, escuchando. ¿Y esto? ¡Ajá! ¿Qué vemos aquí? Huellas de alguien que caminaba en puntas de pie. Pero las botas no son nada comunes; tienen la puntera cuadrada. Vienen..., van..., vuelven otra vez... Por supuesto, era para buscar la capa. Ahora bien, ¿de dónde vienen?

Holmes corría en varias direcciones; a veces perdía la pista, otras volvía a encontrarla, hasta que llegamos al borde del bosque, a la sombra de una gran haya, el árbol más voluminoso del lugar. Holmes siguió la huella hasta el extremo más alejado del árbol y se tendió una vez más profiriendo un gritito de satisfacción. Permaneció allí un rato largo, dando vuelta las hojas y los palos secos, recogiendo de un sobre lo que a mí me pareció polvo, examinando con la lupa no sólo el terreno sino la corteza del árbol hasta donde podía alcanzarlo. Examinó también una piedra mellada que encontró entre el musgo, y se la guardó. Luego siguió por un sendero del bosque hasta llegar a la carretera, donde se perdían las huellas por completo.

-El caso es sumamente interesante -observó recuperando su tono habitual-. Me imagino que esa casa gris, a la derecha, es el pabellón. Voy a ir para hablar unas palabras con Moran y tal vez escriba una carta. Después de eso, iremos en coche a almorzar. Vayan hasta el cab, que yo me reuniré en seguida con ustedes.

Demoramos unos diez minutos hasta llegar al coche, el cual nos condujo de vuelta a Ross. Holmes llevaba consigo la piedra que había recogido en el bosque.

-Acaso le interese esto, Lestrade -comentó, mostrándole la piedra-. Con ella se cometió el crimen.

-No veo ninguna marca.

-No las tiene.

-Entonces, ¿cómo lo sabe?

-Debajo de ella crecía aún la hierba; por lo tanto, hacía pocos días que estaba ahí. No había señal alguna del lugar donde fue recogida. Dada la naturaleza de las heridas, fue con una piedra así que se cometió el crimen. Además, no hay rastros de otra arma.

-¿Y el asesino?

-Es un hombre alto, zurdo, cojea del pie derecho, calza botas de caza de suela gruesa, usa capa gris, fuma cigarros de la India y lo hace con boquilla y lleva en el bolsillo un cortaplumas sin filo. Hay otras señales, pero éstas tal vez basten para nuestra pesquisa.

Lestrade lanzó una carcajada, y dijo:

-Sigo siendo incrédulo. Todas las teorías son buenas, pero nosotros tenemos que enfrentarnos con un jurado británico testarudo.

-Nous verrons -contestó con calma Holmes-. Siga usted sus propios métodos y yo seguiré los míos. Estaré ocupado esta tarde y posiblemente regrese a Londres en el tren de la noche.

-¿Y va a dejar el caso inconcluso?

-No, terminado.

-¿Y el misterio?

-Está resuelto.

-¿Quién es el asesino, entonces?

-El caballero que acabo de describir.

-Pero ¿quién es?

-No le será difícil averiguarlo, por supuesto. La zona no está muy poblada.

Lestrade se encogió de hombros y dijo:

-Soy un hombre práctico y no puedo andar por toda la comarca buscando un zurdo que cojea de una pierna. Me convertiría en el hazmerreír de Scotland Yard.

-Muy bien -respondió tranquilamente Holmes-. Le he dado la oportunidad. Hemos negado a su albergue. Adiós. Le escribiré una nota antes de irme.

Después de dejar a Lestrade en sus habitaciones, nos fuimos en coche a nuestro hotel, donde ya estaba servido el almuerzo. Holmes permaneció en silencio hundido en sus pensamientos, con una expresión de pena en la cara como quien está frente a una situación que lo ha dejado perplejo.

Cuando levantaron el mantel me dijo:

-Veamos, Watson siéntese en esta silla y permítame que le predique un poco. No sé exactamente qué hacer y su consejo me será de gran ayuda. Encienda un cigarro y déjeme que le explique.

-Se lo ruego, por favor.

-Bien, al considerar este caso hay dos puntos acerca de lo dicho por el joven McCarthy que me sorprendieron, si bien a mí me impresionaron a favor de él y a usted en su contra. Uno era el hecho de que su padre diera el grito de ¡Cuií! antes de haberlo visto. El otro fue esa extraña palabra, rat, que pronunció el moribundo, Musitó otras, como usted comprende, pero ésa fue la única que oyó el hijo. Ahora bien; nuestras investigaciones deben comenzar a partir de estos dos puntos, y es de suponer que lo declarado por el muchacho es absolutamente cierto.

-¿Qué hay, pues, de ese ¡cuií!?

-Evidentemente, no estaba dirigido al hijo pues, según creía el padre, aquél se encontraba en Bristol. Fue una mera casualidad que llegara a oídos del muchacho. El grito fue pronunciado con el fin de atraer la atención de la persona con quien el señor McCarthy se había citado. Es un grito característico de los habitantes de Australia. Existe la fuerte presunción de que a quien esperaba McCarthy en la laguna de Boscombe era alguien que había estado en Australia.

-¿Y qué hay de esa palabra rat, entonces?

Sherlock Holmes sacó de su bolsillo, un papel plegado y lo desdobló sobre la mesa, diciendo:

-Este es el mapa de la colonia de Victoria. Telegrafié anoche a Bristol y pedí que me envíen uno.

Puso una mano en una parte del mapa y me preguntó:

-¿Qué lee?

- "Rat" -contesté.

Y luego, levantando la mano:

-Y ahora, ¿qué lee?

-"Ballarat".

-Perfectamente. Esa fue la palabra que pronunció el hombre, sólo que el hijo oyó la última sílaba. Intentaba decir el nombre de su asesino: Fulano de Tal, de Ballarat.

-¡Maravillo! -exclamé.

-Es evidente. Ya ve; lo que he hecho es ir reduciendo cada vez más el campo. La posesión de una prenda de vestir de color gris era un tercer punto, dando por sentado que lo dicho por el hijo era cierto. Con ello pasamos de lo vago a la noción concreta de un australiano de Ballarat con una capa gris.

-Por supuesto.

-Y que se mueve en esta región como en su propia casa, pues sólo se puede llegar a la laguna por la granja o por la finca, lugares por los que es difícil que caminen extraños.

-Ciertamente.

-Vayamos entonces a nuestra expedición de hoy. Del examen que hice del terreno, saqué los insignificantes detalles que le di a Lestrade, en lo que a la personalidad del asesino se refiere.

- Pero, ¿cómo los obtuvo?

-Conoce usted mi método. Se funda en la observación de minucias.

-La altura pudo usted calcularla aproximadamente por el ancho de los pasos. También pudo deducir las botas que usaba por las huellas que dejó impresas en el suelo.

-Sí, eran unas botas muy especiales.

-Pero, ¿y su cojera?

-Las huellas del pie derecho se notaban menos que las del izquierdo, lo que significaba que se apoyaba sobre ese pie con menos peso. ¿Por qué? Pues porque era cojo

-¿Y cómo dedujo que era zurdo?

-A usted mismo lo sorprendió la índole de la herida, de acuerdo con el informe suministrado por el cirujano en la investigación. El golpe fue dado de cerca y por detrás, sobre el lado izquierdo. ¿Cómo podría haber sido así de no ser zurdo el atacante? El asesino se mantuvo oculto detrás del árbol mientras duró la entrevista entre padre e hijo. Inclusive fumó durante ese lapso. Encontré ceniza de un cigarro. Con mi especial conocimiento sobre tabacos, pude establecer que se trataba de un cigarro de la India. Como usted sabe, he dedicado cierta atención a este asunto y escrito una breve monografía sobre las cenizas de unas ciento cuarenta variedades diferentes de tabaco para pipa, cigarros y cigarrillos. Después de haber encontrado la ceniza me fijé alrededor y descubrí la colilla que había arrojado. Se trataba de un cigarro de la India, de la variedad que se prepara en Rotterdam.

-¿Y lo de la boquilla?

-Vi que el asesino no se había puesto el cigarro en la boca; por lo tanto, usaba boquilla, la punta había sido cortada, pero el corte era disparejo, por lo que deduje que el cortaplumas no estaba afilado.

-Holmes -le dijo-, ha tejido usted una red en torno de este hombre, de la que no podrá escapar, y ha salvado una vida inocente. Es como si hubiera cortado la cuerda con la que iban a ahorcarle. Ya veo en qué dirección apunta todo esto: el culpable es...

-El señor John Turner -anunció el camarero abriendo la puerta de nuestro cuarto de estar y haciendo pasar al visitante.

El hombre que entró presentaba un aspecto extraño e impresionante. Su paso, lento y renqueante, y sus hombros arqueados daban la sensación de decrepitud. Sin embargo, las líneas de la cara, profundas y duras, y sus enormes miembros denotaban que poseía una fortaleza poco común tanto en lo físico como en su carácter. La barba enmarañada, la cabellera canosa y las cejas abundantes le daban un aspecto de dignidad y fuerza, pero la cara era de un blanco ceniciento mientras que los labios y los ángulos de las ventanas de su nariz adquirían un tono azulado. A simple vista me di cuenta de que el hombre estaba atacado por una enfermedad crónica y mortal.

-Por favor, siéntese en el sofá -dijo gentilmente Holmes-. ¿Recibió mi nota?

-Sí, me la trajo el guarda del pabellón. Me decía usted que quería verme aquí para evitar el escándalo.

-Supuse que daría que hablar a la gente si yo iba a su casa.

-¿Para qué desea verme?

Miró a mi compañero con una expresión de desesperanza en sus ojos fatigados, como si su pregunta ya estuviese contestada.

-Sí -dijo Holmes, respondiendo más la mirada que las palabras-. Así es. Sé todo lo que se refiere a McCarthy.

El anciano hundió la cara en las manos, exclamando:

-¡Qué Dios me ayude! Pero de ninguna manera habría permitido yo que le ocurriera daño alguno al joven. Le doy mi palabra de que habría confesado todo si el jurado lo hubiera declarado culpable.

-Me alegra oírle decir eso -agregó Holmes en forma severa.

-Habría hablado ahora mismo de no haber sido por mi hija querida. Le destrozaría el corazón saber que he sido detenido.

-Tal vez no llegue a eso -dijo Holmes.

-¿Cómo?

-No soy un funcionario policial. Entiendo que fue su hija quien requirió mi presencia en este lugar y actuó según sus intereses. Empero, el joven McCarthy debe ser puesto en libertad.

-Soy un moribundo -dijo el anciano Turner-. Durante años he sufrido de diabetes. Mi médico dice que a lo sumo viviré un mes más, pero preferiría morir bajo mi propio techo antes que en la cárcel.

Holmes se incorporó y se sentó a la mesa con la pluma en la mano y un rollo de papeles delante.

-Cuéntenos la verdad -dijo-. Yo anotaré los hechos. Usted firmará y Watson, aquí presente, actuará de testigo. En último caso mostraré su confesión para salvar al joven McCarthy. Le prometo que no haré uso de ella a menos que sea absolutamente necesario.

-De acuerdo -dijo el anciano-. Se trata de saber si yo viviré hasta que se reúna el jurado, de modo que para mí reviste poca importancia, pero quisiera ahorrarle a Alicia ese dolor. Ahora voy a aclararle todo. Me llevó mucho tiempo llevarlo a cabo, pero no necesitaré tanto para contarlo. Usted no conoció al muerto, a ese McCarthy. Era la personificación del demonio, se lo aseguro. Dios lo libre de caer bajo las garras de un hombre como él. Me tuvo bajo su poder en estos últimos veinte años y arruinó mi vida. Le diré primero cómo caí bajo sus garras. Ocurrió en los primeros años de la década 1860-1870, en las excavaciones mineras. Entonces era yo joven inquiete y de sangre ardiente, dispuesto a cualquier cosa. Caí en malas compañías, me dediqué a la bebida, no tuve suerte con los reclamos que efectué en las minas, me largué al monte y, en una palabra, me convertí en lo que usted llamaría un salteador de caminos. Conmigo había cinco más y llevábamos una vida libre y salvaje, asaltando de tanto en tanto una granja de ovejas o deteniendo los vagones que iban a las minas Tomé el nombre de Jack de Ballarat y todavía se acuerdan en la colonia de la banda de Ballarat. Un día nos enteramos que venía de Melbourne a Ballarat un convoy cargado de oro y nos mantuvimos al acecho para atacarlo. La escolta estaba integrada por seis hombres a caballo y como nosotros también éramos seis, estábamos en igualdad de condiciones, A la primera descarga derribamos a cuatro, si bien murieron tres de nosotros antes de apoderarnos del botín. Coloqué la boca de mi pistola en la cabeza del hombre que conducía el vagón, que era ese mismo McCarthy. ¡Ojalá hubiera disparado contra él en ese momento! Le perdoné la vida, pero vi cómo clavaba sus ojos perversos en mi cara como queriendo recordar cada uno de mis rasgos. Huimos con el oro, nos convertimos en hombres ricos y regresamos a Inglaterra sin despertar sospechas. Cuando llegamos, me despedí de mis viejos compinches y decidí llevar una vida tranquila y respetable. Compré esta propiedad, que por casualidad estaba en venta, y me dediqué a hacer algunas buenas obras con mi dinero, a modo de reparación por el modo con que lo había obtenido. Me casé y, aunque mi mujer murió joven, me dejó a mi querida y pequeña Alicia. Cuando era aún bebé, su manecita parecía señalarme el camino recto que debía seguir, como nada hasta ese momento me lo había indicado. En una palabra, di vuelta la hoja y procuré rehacer mi pasado. Todo marchaba bien hasta que McCarthy puso sus garras sobre mí. Había ido a la ciudad para arreglar una operación monetaria cuando lo encontré en Regent Street, vestido y calzado miserablemente. "Aquí nos tienes, Jack -me dijo, tocándome el brazo-. Seremos como de tu familia. Somos dos, mi hijo y yo, y puedes mantenernos. De lo contrario... Inglaterra es un hermoso país, respetuoso de la ley y siempre hay un vigilante al alcance de la voz". Así fue como vinieron a esta zona y no hubo medios de sacármelos de encima. Desde entonces vivieron en mis mejores tierras sin pagar arrendamiento. Ya no hubo descanso, ni paz ni olvido para mí. Hacia cualquier parte que fuera ahí estaba su cara astuta y su falsa risa. Las cosas empeoraron cuando Alicia creció, pues se dio cuenta de que yo tenía más miedo de que ella conociera mi pasado que la policía. Debía entregarle todo lo que me pedía sin discutir: tierras, dinero, casas, hasta que por último me pidió algo que no podía concederle. Me pidió a Alicia. El hijo de él al igual que mi hija, habían crecido, y como sabía que mi salud era débil, le pareció un golpe espléndido que el muchacho entrara en posesión de toda la propiedad. Pero en ese sentido me mantuve firme. De ninguna manera habría permitido que su casta maldita se mezclara con la de los míos. No es que me disgustara el muchacho, pero por sus venas corría la misma sangre que por las del padre y eso me bastaba. Pese a mi firmeza, McCarthy comenzó a amenazarme. Lo desafié a que recurriera a los peores medios. Teníamos que encontrarnos en la laguna a mitad del camino entre nuestras respectivas casas, para hablar del asunto. Cuando llegué lo vi conversando con su hijo. Encendí un cigarro y esperé detrás de un árbol hasta que el muchacho se fuera. Pero al escuchar lo que decía, toda mi amargura salió a la superficie. Instó a su hijo para que se casara con mi hija, con tan poca consideración por lo que pudiera pensar ella como si se tratara de una mujer de la calle. Perdí la razón al pensar que todo lo que para mí era más querido estaba a merced de semejante hombre ¿Cómo podría romper los lazos que me ataban a él? Yo era un hombre moribundo y desesperado. Aunque conservaba aún mi lucidez mental y tenía bastante vigor físico, sabía que mi destino estaba sellado. ¡Pero mi hija y mi nombre! Podía salvar a ambos si conseguía silenciar esa lengua maldita. Y lo hice, señor Holmes, y lo volvería a hacer otra vez. Por más pecados que haya cometido, he llevado una vida de mártir para expiarlos. Pero de sólo pensar que mi hija se viese envuelta en la misma maraña que me atrapó a mí era más de lo que podía soportar. No sentí más remordimiento cuando lo derribé de un golpe del que habría experimentado al matar a una bestia feroz y venenosa. El grito que profirió hizo que regresara el hijo, pero yo me había ocultado ya en el bosque, aunque me vi obligado a volver para buscar la capa que se me había caído en la huida. Esta es, señores, la verdad de todo lo que ocurrió.

-No me toca a mí juzgarlo -dijo Holmes mientras el anciano firmaba la declaración-. Quiera Dios que nunca nos veamos expuestos a semejante tentación.

-Lo mismo digo, señor. ¿Qué piensa hacer ahora?

-Nada, teniendo en cuenta su salud. Usted mismo sabe que pronto deberá responder por sus hechos ante un tribunal más alto que el jurado. Conservaré su confesión, y si McCarthy resulta condenado, me veré obligado a servirme de ella. De lo contrario, jamás ningún mortal la verá. En cuanto a su secreto, ya viva usted o después de muerto, estará seguro con nosotros.

-Adiós, entonces -dijo el anciano solemnemente-. Cuando les llegue la hora de la muerte, tendrán el consuelo de saber que dieron paz a este moribundo.

El anciano salió lentamente de la habitación. Los temblores sacudían su cuerpo de gigante.

-¡Dios, nos ayude! -exclamó Holmes, después de un largo silencio-. ¿Por qué el destino nos juega tales tretas a nosotros, pobres gusanos indefensos? No puedo oír hablar de casos como éste sin recordar las palabras de Baxter: “Ahí va Sherlock Holmes, pero sólo por la gracia de Dios”.


El jurado absolvió a James McCarthy basándose en las objeciones que Holmes sometió a consideración del abogado defensor. El anciano Turner vivió aún siete meses más después de nuestra entrevista, pero ha muerto ya. Y es casi seguro de que el hijo y la hija de los principales personajes de esta historia vivan juntos y felices, ignorantes de la negra nube que ensombrece su pasado.